Latinoamérica

El infierno de Descartes (2 de 2).

Por Juan Ignacio Prola.


Así planteada, la cuestión pareciera no tener solución. Y no la tiene, puesto que se convierte en un círculo vicioso que acaba siempre en la alienación del individuo. (Esto es lo que no supieron comprender Marx y los marxistas.) Reducir el mundo a un conjunto de fenómenos físicos y químicos es una mera arbitrariedad, un convencionalismo no menos caprichoso que el código ASCII, o las normas IRAM. Considerar que el único conocimiento válido es el adquirido a través de las ciencias, es suponer que hay un conocimiento posible. Aunque el conocimiento no sea nada más que «poder de convicción».

Declarada la insuficiencia de la interpretación científica del mundo me atrevo a proponer esta otra, no menos arbitraria. El mundo es una obra de arte y, como tal, sólo admite criterios estéticos. Todo arte, según O. Wilde, es superficie y símbolo. Quien busca bajo la superficie, quien interpreta el símbolo, lo hace a su propio riesgo. Y acaba el prefacio al Retrato de Dorian Gray enseñando: «Podemos perdonar a un hombre por hacer cosas útiles, siempre y cuando él no las admire. La única excusa para hacer cosas inútiles es que uno las admire intensamente. Todo arte es absolutamente inútil.»

Desde mi condición de poeta puedo entonces afirmar la inutilidad del mundo y cambiar las reglas del juego. Desde mi condición de artista y a mi propio riesgo puedo, válidamente, conjeturar otras inteligencias posibles del mundo. Ésta, por ejemplo, sobre lo que ocurrió aquella noche de noviembre de 1619.

Nadie ignora que las noches suelen ser amigas de los poetas. Aquélla, en particular, Renato Descartes -acaso desesperado de soledad, aterrorizado por la insoportable levedad de su ser- dudó, dudó de todo, hasta que sintió que él, que pensaba, era algo. En su interior sonaron estas palabras: «cogito ergo sum», y Descartes creyó que era él quien las había pronunciado. Creyó que ese yo pensante era necesario y, justo por eso, prueba irrefutable de su existencia. Creyó que tenía derecho a decir de sí: Soy lo que Soy. No advirtió que él, que pensaba, era un sueño que otro soñaba, un sueño no menos irreal que el sueño de los poetas. «Pienso, luego existo» es entonces una metáfora que una musa engañosa dictó a Descartes aquella noche de invierno. Es una figura poética que encierra una ironía pareja a la de aquellos versos de Borges, que ahora cito de memoria: «Nadie rebaje a lágrima o reproche/ esta declaración de la maestría/ de Dios, que con magnífica ironía,/ me dio a la vez los libros y la noche».

Se ha dicho que Descartes, como Francis Bacon, estaba enfadado con las Bellas Artes, las consideraba carentes de toda utilidad. En este orden de ideas no es ilícito afirmar que, al morir Descartes, Dios lo condenó al infierno por su pecado de soberbia. Su suplicio, por toda la eternidad, es compartir su cuarto con Salvador Dalí.

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[Para leer (o volver a) la primera parte del artículo `El infierno de Descartes´, pinchá acá].

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