Fernanda, las magnolias y el Rey Mago
Fernanda, las magnolias y el Rey Mago (publicado en Ediciones Siltolá, 2010).
Un relato de Aurora Pimentel Igea.
«¿Pero estáis mirando bien? ¡Como venga el guarda nos detienen!» gritaba Fernanda mientras arrancaba una o dos flores de esos magnolios impresionantes del Retiro.
«¡Que no!, ¡que no viene!, ¡date prisa, Fernanda, venga!» Le decía yo, nerviosa, dando la mano a mi hermano Juan. Estábamos los dos fascinados y vigilando a la vez.
El delito lo repetía Fernanda muchas tardes con una facilidad pasmosa e idéntico ceremonial. Teníamos pocos años, yo quizá no llegaba a seis, Juan, cuatro, Paco estaría por los dos. Era como atraco a las tres en versión infantil. Fernanda llevaba las magnolias a casa y ahí dejaban un olor estupendo. También sabía hacer flores con las cáscaras de naranja y una vela.
Tenía la tez cetrina, un poco de mujer de Romero de Torres. Debía de estar en torno a los cuarenta y cinco años, el cuerpo ya un poco desencajado. Iba peinada con moño, todo el pelo tirante hacia atrás y muchas horquillas, pendientes de oro gitanones, delantal blanco inmaculado. Olía a colonia, a limpio. Entró a casa para cuidarnos al poco de nacer mi hermano Paco. Volvió luego cuando mi madre más la necesitaba.
«Todo lo que se pierde está en el bolsillo de la Nana». Y así era. Ahí estaban los zapatitos de la muñeca, un soldado de mi hermano o una goma mía. Contaba unas historias para no dormir, de miedo terribles, de amores impresionantes. Nunca habíamos oído cuentos así.
Pasados algunos años de la llegada de Fernanda a la familia, un día volví llorando del colegio: «Los Reyes Magos son los padres». Unas niñas bien intencionadas quisieron contarme la verdad.
Pero «eso» no podía ser, simplemente porque a nuestra casa había venido en persona -¡en persona!- el Rey Baltasar, negro y exótico. Se sentó en el cuarto de estar, vestido de rojo y dorado, babuchas con muchos adornos. Una cosa, una majestad que tenía el tío, era la repera, todo un Rey Mago, un rey como Dios manda.
Para él bailé flamenco con el traje y los zapatitos rojos con lunares blancos que me habían puesto precisamente Sus Majestades. Y Baltasar, mientras se tomaba un anís, decía algo así como «que siga, que siga bailando la niña» en una lengua totalmente incomprensible. Mi madre hacía la traducción muy seria. Vaya día de Reyes que tuvimos, emocionante e inolvidable.
«Me han dicho las niñas que los Reyes Magos sois vosotros y yo les he dicho que no puede ser, porque Baltasar estuvo aquí en casa el día de Reyes y bailé para él, ¿verdad, mamá?, ¿verdad, mamá?, ¿a que es verdad?» Son esos momentos de la vida en los que una quisiera una mentira, los hay. Pero mi madre me dijo la verdad. «Pues verás, era Fernanda. Le hacía tanta ilusión pensar en lo que te gustaría, que se disfrazó de Rey negro. Y las niñas tienen razón, los Reyes son los padres, pero no llores, Aurora, no llores…»
Escuché el resto de la explicación sobre lo importante que era no decir nada, que mi hermano Juan siguiera creyendo en los Reyes Magos, dar siempre las gracias porque teníamos juguetes, acordarse de quienes no los tenían, etc. En diez minutos la llorera desapareció con la serenidad de mi madre y sus razonamientos, siempre tan convincentes.
Fernanda era mucha Fernanda. Una vecina bien intencionada, pensando que hacía un favor a alguien, al poco de llegar Fernanda le dijo a mi madre que había un rumor muy fuerte en el barrio, que alguien la había visto en Sevilla hacía algunos años. En fin, que había vivido en una casa muy conocida de mala nota, que había sido prostituta, de hecho, madame del lugar. Por lo visto, era verdad.
De esto me enteré mucho más tarde, mayor. Un día mi madre me lo contó sin darle importancia alguna. «¿Y qué hicisteis?, ¿le dijisteis algo?» se me ocurrió preguntar. «Pues ¿qué íbamos a hacer o decir? Nada. Os tenía hipnotizados, os lo pasabais bomba y era buenísima.» Así contestó mi madre.
Con toda sinceridad, creo que nadie tendrá jamás un Rey Baltasar como el que tuvimos en mi casa. Miro a la cabalgata todos los Reyes y, pese a los avances de la cosmética y del vestuario, siempre parecen de pacotilla. Y si el rey negro es un concejal, como suele pasar, peor, son unos Baltasares de espanto.
Para Rey Baltasar, Fernanda, siempre Fernanda, ni Morgan Freeman que le ofrecieran el papel, estoy segura, ni él.
Muy bonito Aurora. No sé si es verdad el cuento, pero me gustaría que esta niña hubiera existido. De hecho, me lo creo. Y me emociona. Gracias por compartir tu tiempo, tus retazos de memorias y tu fantasía. Que no se acaben nunca los cuentos ni el tiempo de las personas en contarlos. Besos. Feliz año.
Gracias, Assumpta. Existió Fernanda, la madre y la niña. Y sobre todo aquel Baltasar ininteligible que pedía que bailara. Un fuerte abrazo y buen año, guapa.