Un amor que nunca muere
Por Jesús Villaverde Sánchez.
Un amor único. Johanna Adorján. Seix Barral. 160 páginas. 16’50 €.
“El 13 de octubre de 1991, mis abuelos se quitaron la vida. Era domingo. Verdaderamente, no es día propicio para suicidarse.”. Son las primeras frases de la novela Un amor único, publicada en Seix Barral. Estas palabras evidencian el tono que embriaga las páginas de toda la novela.
Vera e István, dos supervivientes del holocausto nazi, deciden suicidarse juntos. El uno no sería capaz de seguir con vida si el otro no estuviese, y ante la enfermedad de él, deciden acabar. Se conocieron poco tiempo antes de que la barbarie llegase a Hungría. Incluso llegaron a conocer los acontecimientos de la II Guerra Mundial cuando aún parecía que quedaba lejos. Pero la horda de Hitler invadió todo el continente en escasos días y, finalmente, como judíos, fueron perseguidos.
István –Pista, como le llama cariñosamente su mujer- estuvo internado en Mauthausen y poco antes de la liberación fue trasladado a Gunskirchen. Ella, por su parte, consiguió librarse del horror con documentaciones falsas. Vivió escondida durante la mayor parte de la invasión nazi. Siempre tuvo claro que si no el no hubiera vuelto se habría suicidado. Pero volvió, consiguieron rehacer su vida y, tras vivir el comunismo en Hungría, marcharon a vivir a Copenhague, donde el 13 de octubre de 1991 se quitaron la vida.
Ahora Vera está decidida a hacerlo, aunque el miedo viene se asoma a menudo a la puerta, sobre todo los últimos días de ese octubre, en los que última los preparativos. István, antiguo médico de carácter reservado, padece una enfermedad terminal y para la pareja será una especie de huida. Y desaparecerán, desafiando juntos por última vez al destino y a las palabras: “Hasta que la muerte nos separe.”.
Durante toda la novela, Johanna Adorján alterna dos hilos: la última mañana de sus abuelos, desde que se levantan hasta que todo concluye, y, por otra parte, la historia de ambos desde la invasión de Hungría por los alemanes en 1944, mediante entrevistas con antiguos amigos comunes, compañeros o familiares. La escritora no juzga, sólo intenta entender las razones del suicidio de sus familiares.
El tono de la obra está dominado por una nostalgia profunda y conmovedora, aunque también vemos cómo la narradora evoluciona hacia un sentimiento de orgullo por sus abuelos y por todo aquello que tiene que ver con el pueblo judío. Afirma incluso que en Tel Aviv se siente como en su casa. También escribe que Jerusalén, ciudad que denomina “la más peligrosa del mundo”, es el lugar en el que más seguro se ha sentido. Sin embargo, no había visitado antes ninguna de las dos ciudades. Pero en el fondo es una apátrida.
Johanna Adorján busca la reconciliación con un pasado convulso y dedica una obra a su familia, pero sobre todo a su padre –a quien le dedica la novela en la primera página- y del que no se cansa de dar pequeñas pinceladas con una ternura especial y una admiración considerable.
La húngara viaja entre el pasado y el presente, entre la vida de sus abuelos y su muerte, e indaga en los mecanismos del cerebro en el día que sabemos que vamos a dejar todo. ¿Qué hacemos? ¿Cómo actuamos? ¿Igual que siempre? La historia es preciosa, una novedosa manera de ver las consecuencias del holocausto o, si se ve con unos ojos más líricos, de un amor que habiendo perdurado a las más duras adversidades decide que también tiene que apagarse con las manos unidas.