Columnistas

Sobre la gala de los Oscar o cómo aburrirse a las 5 de la mañana

Por Guillermo Aguirre.

Foto: Anne Hathaway.

La gala de los Oscar fue tan aburrida que, aún anunciándola como la gala más joven de los premios, sólo el septuagenario de Kirk Douglas pudo darle cierto vuelo con su breve aparición para otorgar el galardón a la mejor actriz de reparto y repartir, de paso, alguna observación picante. No fue la única contradicción: en España verla a través de un servidor pirata a las cinco de la madrugada (y en su formato Al Jazzera) la convirtió en algo doblemente aburrido aunque impactante, claro. Hay quién dice que la falta de sorpresas fue uno de los grandes problemas de la noche pero para un cuerpo susceptible como el mío, la falta de sorpresas resulta siempre un aliciente bienvenido, más aún cuando las sorpresas tienen la manía de tener que ver con trenes, aviones, mensajes de última hora y cosas que suceden cuando no deben pasar.

La juventud es el paraninfo de la belleza, no había más que ver a James Franco y Anne Hathaway, hermosos como ellos solos, pero en detrimento del título del libro, muy poco malditos. Y es que la juventud también es el estadio de la falta de profesionalidad, del miedo, de la inseguridad y el “ay por Dios qué dirán de mí”. Lejos de los mitos del joven desinteresado y “melasuda” (pura estética afín) la belleza sin arraigar tiene feas consecuencias y los príncipes y las princesas muy poco empaque si no son tartajas. Pero todo ello no excusa el escarnio que la crítica se ha tomado con ellos. Poner a parir una gala sólo porque se ha votado una determinación no del todo positiva en torno a los maestros de ceremonias es cómo ir a una presentación de un libro que resulte un coñazo y echarle la culpa al catering, que siempre vale para un roto.

Coser y cantar.

A diferencia del cuerpo humano, las galas no se van al santo garete por un fallo renal, falta de oxígeno o un hígado atrofiado. Un órgano no desencadena necesariamente el pánico en los demás y provoca un colapso generalizado. Anne Hathaway intentó tirar de un James Franco que sólo había podido ensayar los fines de semana porque estaba travestido de Marilyn (aunque rígido como un cactus) y estudiando su doctorado en los días pares, lo cual le honra por encima de la moqueta roja. Le faltó el apoyo de un público más maduro y con muy pocas ganas de bailar. Si algo se le puede pedir a la juventud es que sea bella e inútil; si algo se le puede pedir a la madurez es que sea comprensiva y sirva de buena guía en el inseguro recorrido por la alfombra de la vida (sic), y lo cierto es que la flema británica de Colin se quedó en británica y perdió la flema y la endiosada Portman se derritió en su exceso de hormonas y empapeló su speech con el azul de la pared del cuarto de su futuro hijo, al que no llamará Oscar, por supuesto. Cuando Buda le preguntó a su maestro por el ruido de las hojas de los árboles del bosque, el maestro no lo envió a freír puñetas, le contestó con algo incomprensible (vale) pero al menos era algo incompresiblemente válido para Buda, y a estos dos chicos nadie del público les respondía a las miradas de alerta, pena y ansiedad que lanzaban a las cámaras: los mandaron a freír, sin puñetas, como se manda a freír a dos sonrosados cerditos de regreso al matadero. Y es que si algo se puede aprender de la industria de la ficción es que, como su nombre indica, sólo existe en apariencia (también humana, sólo en apariencia). Ojo al dato: Hollywood no perdona y recuerda siempre.

Blog de Guillermo Aguirre

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