Por Miguel Barrero.

John Galliano salió a tomar algo, se pasó de frenada, agarró una cogorza monumental y terminó diciendo que adoraba a Hitler y que era una pena que a éste no le hubiera dado tiempo a eliminar a todos los judíos de la faz de la tierra. El diseñador, según parece, estaba con más gente y una mujer con la que compartía mesa le recriminó su actitud, a lo que él respondió llamándola ‘fea’. La cosa no habría pasado de ahí de no ser porque alguien inmortalizó la escena en un vídeo y terminó pasándoselo a un periódico británico famoso por sus inquinas sensacionalistas que le dio la difusión pertinente e hizo que al modisto se le cayese el mundo encima. La firma de Christian Dior, que le tenía en nómina, no tardó ni medio segundo en echarle. Y, como era de prever, los biempensantes de verbo fácil e incontenible ansia por propagar a los cuatro vientos su defensa de los más altos valores morales no tardaron en disparar sus afilados dardos y convertir de pronto a Galliano en una suerte de figura demoníaca en la que se compendian todas las mezquindades de las que es capaz un ser humano. No hace falta entrar en detalles porque todos estamos ya más o menos al tanto de la historia, y por eso no es necesario que repase aquí una serie de actitudes que, si algo rebosan, es demagogia y, peor aún, hipocresía.
Hipocresía porque si alguien ha salido beneficiado de esto, ha sido el propio Christian Dior, que al despedir a su modisto estrella se ha visto legitimado ante ese ente abstracto, difuso y muchas veces desprovisto de criterio que se llama opinión pública y, de paso, ante los propios judíos, que son (como sabemos todos) los que manejan la mayor parte del dinero que se mueve en el mundo y que siempre están dispuestos a recordar a todo quisque lo mal que lo pasaron en la Alemania de Hitler y la compensación que el orbe entero les debe por aquella afrenta que fue en verdad ignominiosa, pero que no debería disculparles (como, de hecho y por otra parte, ocurre) de los desmanes que día sí y día también comete el Estado de Israel contra los antiguos moradores de sus tierras, cuyas quejas, sobra decirlo, no tienen ni la décima parte de la repercusión que tienen los lamentos de los hijos de David por algo que ocurrió hace más de medio siglo y que, perdonen la osadía, no creo que no hayan superado todavía, o no hasta el punto de ofenderse por el hecho de que un borracho suelte en un bar lo primero que se le pase por la cabeza, por más que sea famoso (y no estoy al tanto de las andanzas de Galliano ni conozco sus opiniones reales sobre éste u otros asuntos) y que tenga alrededor a algún impresentable dispuesto a hacer caja a su costa.
El asunto de la demagogia está también relacionado con el de la hipocresía, pero ceñida esta vez a la casuística particular de cada cual. Porque seamos sinceros: ¿quién no ha dicho nunca una barbaridad en el transcurso de alguna borrachera? ¿Quién no se codea con personas respetables, educadas, honorabilísimas, que con dos o tres copas de más empiezan a arremeter contra todo bicho viviente y a solucionar el mundo por métodos tan contundentemente expeditivos como escasamente diplomáticos? ¿Conocen a muchos borrachos que, como escribía hace poco David Trueba, se pongan a recitar en plena euforia etílica la Declaración de Derechos Humanos? Usted que está leyendo estas líneas, haga examen de conciencia y conteste con sinceridad: ¿se atrevería a salir a la calle si alguien difundiese en Internet un vídeo con todas las lindezas que ha soltado en medio de una juerga o en conversaciones privadísimas con algún reducido círculo de íntimos? ¿Nunca ha bromeado a cuenta de temas tan graves como el Holocausto, la pederastia, el terrorismo o las diferencias raciales? ¿Jamás ha hecho comentarios maledicentes sin fundamento ni motivo sólo porque en su momento se le ocurrieron y le parecieron ingeniosos y los soltó sin más intención que la de echar unas risas en ese instante? ¿Se comporta siempre como un virtuoso, un ser pulcro e intachable, un modelo irrefutable, un ejemplo a seguir? Si la respuesta a esta serie de preguntas es que sí, enhorabuena, porque podrá mirarse a los ojos en el espejo sin sombra de arrepentimiento y sentirse orgulloso de estar hecho de una sola pieza. Eso sí, no espere tomarse nunca una copa conmigo, porque su compañía debe de ser muy, muy, muy aburrida.