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Espejos enfrentados

Por Carlos Frühbeck Moreno.

Ella me hablaba de espejos enfrentados. Me decía que a través de los espejos enfrentados sólo pasa un ruido de fondo, una respiración enorme que, sin embargo, pocas veces podemos oír. Que esa respiración puede ser el modo que tiene la luz de atravesar las ramas de los días de febrero. O también esa explosión de líneas rectas en que se transforma el rostro de una extraña que atraviesa corriendo la puerta de un vagón de metro mientras queda atrapada dentro de la cámara de vídeo de un teléfono móvil.

Ella me dijo que yo podía oír aquella respiración, que yo formaba parte de aquella respiración cuando tenía dieciocho años y vivía en Granada y sentía una profunda vergüenza por estar vivo mientras me quedaba a solas delante de una pared blanca en mi cuarto en un Colegio Mayor religioso y oía el ruido de fondo y el ruido de fondo venía del piso de abajo y era el murmullo que hacían los otros colegiales mientras rezaban el rosario, el lenguaje de sus pasos mientras trazaban círculos alrededor de un patio interior y yo había metido el crucifijo dentro de un cajón del escritorio porque me daba vergüenza que viera que alguien como yo existía. Y me quedaba solo delante de una pared blanca y me aprendía de memoria la situación de cada arruga mientras aquel idioma sin significados atravesaba las paredes y veía mi interior en el orden de aquellas arrugas y mi conciencia se transformaba en un objeto, en una pared blanca, y me decía que el mundo sería hermoso si yo no existiera y que cuánto le costaría al mundo recomponer los pedazos, las esquirlas opacas que habrían quedado alrededor de mi hueco mientras el rosario subía hasta mi cuarto y se parecía a ese susurro gris que se esconde detrás del tintineo de las campanillas de viento que cuelgan de los aleros de los jardines y yo sabía que los sacerdotes pensaban que alguien como yo, tan débil, tan sumamente cobarde como para refugiarse en las paredes blancas no se merecía creer en nada y que por eso las alabanzas a la Virgen, torre de marfil, rosa mística, perdían su significado al llegar a mis oídos. Sólo un ruido de fondo. Lenguaje puro.

Ella me dijo que yo no lo sabía pero que entonces estaba viendo mi reflejo sobre aquella superficie rugosa y que mi reflejo era una habitación vacía con la ventana abierta de par en par, un mundo en el que yo había renunciado a existir usando la modalidad que tanto aman los habitantes de mi ciudad y que más allá había otro mundo que había nacido sin mí y que era feliz sin mí y que al fondo -¿qué fondo?- de la hilera también había un mundo que se había reconstruido, que había inventado nuevas leyes físicas para llenar el hueco que yo había dejado al desaparecer, leyes físicas que limpiaban las esquirlas de realidad que habían quedado alrededor de mi cuerpo estrellado contra la acera. La Facultad de Ciencias, la Avenida de Fuentenueva habían saltado. Eran solo un decorado de vidrio azogado que se había roto en pedazos cortantes porque el ruido de fondo es una desesperada necesidad de olvido, de ceguera, de cabelleras derramadas.

Ella me dijo también que, mientras me avergonzaba de vivir o me limitaba a no existir, en algún lugar dentro de la hilera de espejos enfrentados, ella me estaba acariciando los cabellos y, sí, la sensación de sus dedos, la sed podrida entre los labios, una inmensa respiración que te duele por dentro.

Ella me preguntó que por qué me hacía sufrir tanto mi historia, que por qué me seguía avergonzando de estar vivo en las noches de insomnio o cuando dibujaba un árbol para mi hija y mi hija me preguntaba que por qué coloreaba en círculos y dejaba espacios en blanco entre las ramas y yo le decía que porque nunca había sabido pintar y no le respondía que es para que la luz pueda atravesarlas porque la página en blanco es respirar.

Ella me dijo que toda culpa es inútil, que cada vida era sólo el espacio que hay entre dos espejos enfrentados, que lo único importante es ese ruido de fondo que atraviesa las hileras infinitas, que es inútil que intentemos leer nuestras vidas, interpretarlas porque sólo somos cabelleras derramadas, largas cabelleras que existen para que una respiración inmensa las agite en el vacío, en la ficción que hay entre dos espejos.

Ella me preguntó que si no recordaba la única vez que nos cruzamos, que si no me acordaba de cuando yo tenía veinticuatro años y había dejado de creer en dios, había aceptado que, para gente como yo, no era posible creer en dios porque la fe es una cuestión de luz y la gente como yo tiene miedo porque sólo las falsas historias significan algo, las historias que sólo caben en el espacio que separa a dos espejos.

Ella me preguntó si no recordaba cómo los faros de un coche iluminaron su cadáver en medio de un descampado en las afueras de Valladolid, más allá de los edificios nuevos de Parquesol, y que dentro del coche estaba yo con una chica que empezaba a odiarme. Ella me preguntó que si no recordaba cómo la chica sintió alivio cuando vio aquel cuerpo con un minivestido rojo rasgado hasta la altura de los pechos apoyado contra un poste telefónico y la luz de los faros hacía que la escena pareciera el esbozo de un pintor aficionado. Cuatro líneas trazadas con dejadez sobre un descampado de hierba seca y crujiente y yo sabía que la chica que estaba conmigo lo había invocado de algún modo (al cadáver) para que yo no la tocara aquella noche y yo bajé del coche y me acerqué y recuerdo una pulsera de cuentas de plástico que brillaba con ira en un tobillo y las piernas abiertas me recordaron a esas muñecas  que se  olvidan en el fondo del armario y la chica empezó a llorar con voz bajita y me suplicó que, por favor, no la dejara sola, que apagara la luz de los faros, así me dijo, que apagara las luces de los faros mientras yo miraba un cuello como líquido, la sangre seca sobre una cabellera que no agitaría ninguna respiración y la chica lloraba a lágrima de cocodrilo y los faros se apagaron y una oscuridad espesa nos cubrió,una oscuridad como una inmensa respiración. Y yo me dije que la chica dormiría feliz aquella noche porque yo no la había tocado y que yo tenía que ser una persona horrible por lo que había visto. Una mujer se había transformado en un objeto con el cuello roto en mi interior. Una mujer muerta llevaría siempre un vestido rojo rasgado en  mi alma mientras la oscuridad, el crujido de la hierba seca bajo mis zapatos y un vago olor a gasolina me invadían.

Ella me dijo que me sentí así porque en el reflejo de uno de los espejos que aquella oscuridad atravesaba escribía con los dedos un nombre propio sobre su espalda desnuda y fingía que la acariciaba y un profundo odio me iba subiendo desde el estómago hasta la punta de los dedos y que acabaría por hacerle daño, por apretar y sentir un dolor mate entre los ojos. Y que aquello no significaba nada.

Ella me dijo que no me odiaba porque yo hubiera sido su asesino en algún lugar dentro de una hilera de espejos, que no merecían la pena los detalles porque una respiración inmensa atraviesa tantos reflejos asustados, que si no creía en dios, no debía perder la esperanza, tenía que creer en una profunda respiración que atraviesa a los espejos sólo para dejar una razón de vida, una señal sin significado y que esa respiración guía nuestros actos y dicta nuestras leyes pero que como cualquier respiración sólo existe. No dice. No pronuncia.

Ella me habló de su muerte. Me preguntó si no recordaba aquella vez en que todos esperábamos un terremoto cuando acababa de llegar a Italia, cuando mi hijo mayor aún era un bebé. Aquella vez en que leíamos como idiotas la luz de los días, una luz furiosa que se levantaba a nuestro alrededor como construida con pesadísimas piedras, y leíamos los perros de caza de nuestros vecinos que ladraban enloquecidos dentro de su recinto enrejado y se herían el lomo contra el metal  y leíamos un calor pegajoso en mitad del invierno y leíamos los olores de las plantas, de los aligustres. El perfume de los olivos podados enroscado en la garganta.

Ella me recordó que entonces teníamos unas enormes ganas de vivir como todos los que esperan y que yo había escrito durante aquellos días un poema que empezaba con el verso los nombres, los nombres que perdieron su lluvia, un poema que acabaría destrozando porque todavía pensaba que la poesía debía comunicar algo, como los signos que germinaban a nuestro alrededor, que había que convencer a unos lectores que nunca llegaron de que los nombres habían perdido su lluvia por alguna razón. Me equivocaba mientras esperaba un terremoto que tampoco llegaría. Porque la poesía debía limitarse a ser ruido de fondo, un síntoma de que hay vida, como la respiración,  y que por eso debe limitarse a existir y no decir, no representar. Ella me dijo que el crimen había tenido lugar en algún lugar que se reflejaba sobre un verso que no serviría nunca para nada y que yo, en el lugar donde ella había muerto, había repetido obsesivamente otro verso antiguo, el verso de un trágico griego que dice que los juramentos de las mujeres están escritos sobre el agua y que ese verso era sólo una verdad a medias, un fragmento triste de la respiración gigantesca que nos atraviesa porque, en realidad, todas nuestras vidas de principio a fin están escritos sobre el agua. Aunque nuestros nombres queden grabados en una lápida en el cementerio de Roma.

Ella me repitió que no tuviera miedo, que ocupamos el espacio que separa dos espejos enfrentados y que nuestra historia está vacía, no significa nada. La única verdad que existe es esa respiración gigantesca que nos atraviesa y que nos hace vibrar como si de campanillas de viento y que a veces nos enloquece, nos desespera, nos llena de esperanza, nos significa nada.

Ella me dijo que

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