Por Jorge Díaz.

Hoy voy a hablar de literatura, tangencialmente tal vez. O por lo menos de lectura, que no es lo mismo. Es que me dan envidia mis compañeros de columna, ellos siempre tienen temas culturales apasionantes, voy a intentar estar a su altura. ¿Qué lee la gente en el metro? Como de costumbre, si debo meterme con alguien me ocultaré en la cobardía y no citaré nombres de autores españoles vivos que puedan tomar represalias contra mí, sólo de escritores muertos o lejanos.

–          ¿No vas a mofarte de ningún autor consagrado?

–          Tengo un día especialmente bondadoso, creo que no. De cualquier forma, no me burlaría de los que son leídos en el metro sino de los que escriben pensando en serlo y no lo consiguen. Ni siquiera son lo bastante malos como para que los lean los que consagran a los malos.

–          Nombres…

–          No, que dejan de invitarme a los saraos.

Es evidente que todo esto lo digo desde el resentimiento. Nunca, en mis viajes en metro, he visto a nadie leer nada mío. Una vez me dijo una amiga que una chica de su vagón leía “Los números del elefante”, pero creo que me mintió para halagarme. Si pudiera pedir un deseo sería convertirme en la estrella literaria del subsuelo.

Quizá es que me acerco a la edad y el tema empieza a preocuparme: el día menos pensado, entro en el vagón y alguien se levanta y me ofrece su asiento. Dudaré entre usarlo y cagarme en sus muertos, pero creo que al final me sentaré.

–          ¿No estás exagerando, como siempre?

–          No quiero que se me acuse de improvisar, como a los que prohíben fumar, rebajan la velocidad o cambian las bombillas. ¿Hacen más cosas? No consta. Pienso en las cosas con varias legislaturas de antelación.

De esta inquietud, si me dejarán sentarme cuando me acerque a la vejez o no, nace mi reflexión. Los viajeros, cuando ven entrar a un anciano, una embarazada o un accidentado en el vagón, meten sus caras en el primer papel que encuentran para simular que no lo han visto y no tener que levantarse. Unos lo llamarían mala educación o falta de urbanidad, yo, en mi bondad, creo que es reflejo de la pasión que existe en este país por la lectura. Se aprovecha cualquier lugar. Hasta el baño, lugar en el que los lectores aprecian tanto la parte de detrás de los botes de gel que la leen en español y en portugués. Me encantaría, y desde aquí se lo propongo a alguna marca de jabones, escribir cuentos breves para la etiqueta trasera de los botes de champú. O incluso esta columna en una versión reducida, creo que está dermatológicamente testada, que ya me dirán qué significa esa chorrada.

–          Mal vas. No puedes pedir trabajo y meterte con sus latiguillos.

–          Es cierto, lo retiro.

Me salgo del tema. ¿Qué papeles lleva la gente en el metro para evitar ceder el asiento?

–          Periódicos gratuitos o periódicos deportivos.

–          Libros gordísimos.

–          Apuntes subrayados con rotulador fluorescente (¿se dice así?, en mi colegio decíamos fosforito o fosforescente, pero teníamos problemas con el idioma).

–           Revistas del corazón. Si establecemos una división – caprichosa – entre las revistas, las hay cutres y elegantes. En el metro se leen las cutres.

Como he decidido hablar de literatura, sólo nos interesa el segundo punto: los libros gordísimos.

Me llama la atención que una vez que la industria ha inventado los libros de bolsillo (que no caben en los bolsillos, tema del que quizá podría hablar alguien que entendiera el motivo), la gente lleve tochos de tapa dura en sus desplazamientos. Ves a una señora sentada con su libro sueco de crímenes y piensas: pobre, a ésa se le van a romper las muñecas.

Ahora creo que ha pasado un poco de moda, pero hace un par de años era terrible. Cogías la línea 2 de Ópera a Ventas y te daba la impresión de estar en Estocolmo. Todo el mundo leía asesinatos congelados, como las hamburguesas, todos los autores tenían nombres con muchas más consonantes que vocales y casi nunca sabías si eran hombres o mujeres.

Hay modas en el mundo subterráneo: épocas en las que triunfan los judíos y los cristianos en Toledo, en otras los templarios, gusta mucho la construcción de catedrales, los crímenes escandinavos que ya hemos mencionado… Si quieres ser leído en el metro tienes que estar al día y no es fácil.

Se me ha acabado el espacio y no he entrado en materia. Dentro de unas semanas, si me acuerdo, volveré sobre el tema en una nueva y apasionante entrega:

¿Cómo saber qué libros gordísimos se pondrán de moda la próxima temporada? ¡No deje de leerme!