Reunión de genios: Perec, Bolaño, Cortázar
Por Nabor Raposo.
De Roberto Bolaño se escribe tanto que uno ya no sabe por qué. La avalancha de obras póstumas que cada cierto tiempo invade las librerías (textos evidentemente inacabados, versiones que más tarde llegarían a convertirse en libros más ambiciosos) mantiene al autor en constante actualidad dentro del panorama literario: el negocio editorial parece no ser ajeno a fenómenos como la mitomanía, y menos en tiempos de crisis. Nadie duda, por descontado, de que Bolaño se haya encumbrado como el primer gran clásico del Siglo XXI por méritos propios. Pero tampoco es menos cierto que su producción literaria sigue siendo, casi ocho años después de su muerte, un tema demasiado recurrente en artículos periodísticos, ensayísticos y biográficos que aparecen por docenas en suplementos culturales, semana sí, semana también; o en blogs de tambaleante rigurosidad cuyas reseñas suscitan, habida cuenta de la simple acumulación y su total fata de originalidad, un escaso interés.
Todo el mundo parece coincidir en señalar Los Detectives Salvajes como la magnus opus del chileno, su gran aportación a las letras hispánicas y universales. Sin embargo, lo que poca gente se atreve a decir, u omite por simple desconocimiento, es que la novela, dietario coral que narra las peripecias de los expatriados Belano y Lima, dos errantes parias militantes en lucha con su propia desesperanza, debe parte de su existencia (como es lógico y hasta cierto punto tranquilizador) a otras lecturas y otros autores, sobre los que destaca por encima del resto Georges Perec (1936-1982), de quien el propio Bolaño aseguró por carta a su amigo Vila-Matas que era, “sin duda, el novelista más grande de la segunda mitad del Siglo XX”.
Si se tiene en cuenta ciertos condicionantes como la época que le tocó vivir, tal vez la genialidad de Perec sólo sea equiparable, por poner un ejemplo, a la de otro de sus contemporáneos, Julio Cortázar. Con una salvedad. Mientras que el argentino, como bien ha descrito Óscar Sánchez en estas mismas páginas, “afrontó su formación intelectual sin cuestionarse siquiera la moralidad necesariamente elitista que se desprendía de ella”, Perec debió de llegar a la conclusión de que era mucho mejor tomarse el aprendizaje como un juego, desafiando constantemente toda clase de normas establecidas en campos tan aparentemente rígidos como la gramática o las matemáticas; imponiéndose voluntariamente sucesivas trampas que le encerraban en un callejón sin salida del que, finalmente, salía indemne a base de simple y puro talento. Y lo que es mucho peor: lo hacía divirtiéndose como nadie en el empeño y haciendo a los lectores partícipes de su diversión, desacralizando ese carácter elitista tan característico en su homólogo.
No descubrimos la pólvora con el ejemplo, pero baste recordar que, en 1969, Perec escribió La disparition, un lipograma de 280 páginas en los que no aparece ni una sola vez la letra ‘e’ (la más utilizada en el idioma francés), novela con la cual el escritor pasaba a engrosar la nómina de candidatos a erigirse como el máximo exponente de la literatura francesa, por lo menos, del Siglo XX: si Bolaño fue más prudente en sus juicios y le concedió el Olimpo de la segunda mitad, fue simplemente porque el de la primera ya estaba ocupado desde hacía tiempo por Marcel Proust.
Años más tarde, en 1978, Perec decidió seguir con sus experimentos, sus cepos de cazador y sus redes para atrapar mariposas y regaló al mundo La vida instrucciones de uso (premio Médicis y considerada por Le Monde como la mejor novela de la década 1975-1985), dedicada a su maestro Raymond Queneau. El texto, concebido como una serie de relatos que se irían alternando siguiendo las pautas de un complejo problema de ajedrez (la Poligrafía del Caballero, basada en una permutación de los movimientos de la figura del caballo), narra las vidas de los habitantes de un inmueble parisino (hecho a medida una estructura matemática, el bi-cuadrante latino ortogonal de orden diez) que, sin llegar frecuente y necesariamente a tocarse del todo unas con otras, pero enredadas inevitablemente en la tela de araña de su propio edificio, conforman un mosaico de miserias, azares y golpes del destino análogos a todo ser humano, donde se mezclan lo real y lo apócrifo, y difícilmente olvidables para el lector. El hilo conductor de la trama será la historia de Bartlebooth, un inglés ocioso que “decidió un día que toda su existencia quedara organizada en torno a un proyecto cuya necesidad arbitraria tuviera en sí misma su propia finalidad” y así se embarcó en una empresa grandiosa, de proporciones heroicas, cuyo resultado vería culminado cuando “absolutamente nada subsistiera de él, que no saliera de él más que el vacío, la blancura inmaculada de la nada, la perfección gratuita de la inutilidad”.
La vida instrucciones de uso funciona como una novela coral de una sola voz que abarca todo un mundo en su totalidad, cuya escritura se encorsetó desde su concepción de acuerdo a unos principios inflexibles que habrían de regir sus estructuras narrativas taxativamente. Si en Los Detectives Salvajes el lector se enfrenta a la maravillosa labor de reconstruir las vidas de Belano y Lima a golpe de testimonios de terceras personas, y sólo lo conseguirá en la medida en que también sea capaz de rellenar los trazos vacíos que conforman las grietas de toda existencia; y en Clone, la grilla, como explica Cortázar, “consistió en ajustar una narración todavía inexistente al molde de la Ofrenda Musical de J. S. Bach”, en La vida instrucciones de uso los límites parecen tan medidos como infinitos; al ser la vida misma construida como un puzzle: un juego que se acaba cuando el tiempo dice basta; un enigma que ni siquiera puede resolverse cuando uno ya no está.
La vida instrucciones de uso (colección Compactos, 2003) y Los Detectives Salvajes (colección Narrativas Hispánicas, 1998) están editados en Anagrama.
Clone (y la Nota sobre el tema de un rey y la venganza de un príncipe) aparecen recogidos en el volumen Queremos tanto a Glenda (Alfaguara, 1996).
La disparition está editada en España bajo el título El Secuestro (Anagrama, 1997), también a modo de lipograma (en este caso, es la letra ‘a’, la más empleada en castellano, la que no aparece) gracias a la encomiable labor de traducción de Marisol Arbués, Mercè Burrel, Marc Parayre, Hermes Salceda y Regina Vega.
¿Y qué piensas de que el heredero de los juegos de Perec sea más bien Italo Calvino?
Que no lo sé, porque no he leído a Calvino. Lo que sí he podido constatar es que, al parecer, Calvino también formaba parte de Oulipo, grupo/corriente/movimiento literario fundado por R. Queneau a principios de la década de los ’60 y cuyos principios estaban adscritos a la experimentación con esa especie de escritura ‘limitada’ que emplearon también Perec y Cortázar. De Queneau puedo recomendarte ‘Siempre somos demasiado buenos con las mujeres’, una novela entretenidísima sobre un grupo de insurrectos y una mujer amotinados en una estafeta de correos durante el Alzamiento de Pascua de 1916, donde fue proclamada la República de Irlanda. El libro está editado en Seix Barral, y aunque creo que está descatalogado lo puedes encontrar en Iberlibro y páginas por el estilo.
Un saludo Óscar, espero que no te haya molestado que haya incluído tu cita por aquí. Intentaré enmendar mi imperdonable falta de curiosidad acerca de la obra de Calvino más adelante.
A mí me ocurre al revés: al que no he leído es a Perec, que creí que era un rumbero francés -es broma. De modo que no podemos construir ninguna teoría literaria genealógica, pero como eso no es falta alguna leeré lo que me recomiendas por puro gusto y a ver. ¡Qué me va a molestar que me citen, me pone mogollón!