Contra los poetas llorones o la inercia del saco
Un análisis superficial de la poesía publicada en Facebook o en los millones de blogs que circulan por la red concluiría, sin duda alguna, que todos los poetas sienten cada mañana el impulso irrefrenable de tirarse al metro o zamparse un blíster de orfidales. Al final solo unos pocos se matan. La mayoría se conforma con regalarnos su arte. Desde que existe Facebook lo hacen con mucha más perseverancia. El invento de Zuckerberg permite que nuestros bardos aprovechen al instante sus torrentes de espontaneidad.*
Hace cinco años estuvo de moda una variación del clásico imán de nevera. Al abrir una coqueta caja aparecían cien palabras imantadas cuya unión permitía múltiples combinaciones y sentidos. Oscilaban desde los más prácticos, como ocúpate de la basura de una vez, a los más conceptuales. El método de trabajo de la mayoría de los poetas se asemeja bastante a la mecánica de ese juego. Sin embargo, en el saco de palabras poéticas no aparecen mesa o cacerola sino palabras bonitas como amor, soledad, desesperanza, nostalgia o juventud. También consiguen mucho predicamento los caballos y sus crines al viento o los pájaros y sus místicos vuelos. No sé si algún doctorando habrá escrito una tesis sobre ello pero sería interesante conocer qué porcentaje de nuestros bardos ha utilizado, por ejemplo, la palabra penumbra en el último año. O alguno de sus sinónimos, accesibles con un simple golpe de ratón: sombra, negrura, tinieblas, crepúsculo. La plaga no solo afecta a los primerizos. Un 90% de los poetas consagrados caen en algún momento en la inercia del saco. Es razonable, al igual que un crítico tiende a alabar la complejidad y la humanidad de los personajes cuando no tiene nada que decir, un poeta tiende, por mera conservación de la energía, a caminar entre la penumbra en busca de su amada.
Por si fuera poco, los poetas llorones creen ciegamente en su distinción. Se consideran seres especiales. Sin embargo, y aunque parezca contradictorio, la materialización de esa diferencia consiste en reproducir a ciegas patrones ajenos. Creen, por ejemplo, que si ingieren los 18 whiskys que llevaron a la tumba a Dylan Thomas conseguirán su melancolía galesa. Por desgracia, la cruel ciencia les desmiente: cientos de pruebas han comprobado que, en el mejor de los casos, emularán su coma etílico. Plagiar vidas ajenas solo conduce al ridículo. Y a la consiguiente pérdida de tiempo y dinero.
Pero, sin duda, la más agotadora de todas las patologías poéticas es el odio. Podría afirmarse que el odio es una enfermedad que afecta a toda nuestra sociedad, no solo a los versadores. Quien lo sostenga no conoce a los poetas. Los vates se detestan con un fervor y una persistencia ajenos al resto de los mortales. En consecuencia desperdician horas y horas de sus delicadas vidas en la creación de camarillas, cuyas discrepancias se dirimen en fancines, criptas de Lavapiés y muros de Facebook. Tan estúpida manía proviene, como tantos errores de esta vida, de la distancia entre lo que somos y lo que creemos que somos. Porque, por supuesto, todos los bardos creen en su sobrehumano talento, la obvia inmortalidad de sus palabras y la mediocridad de sus enemigos.
Me enseñaron que la razón de ser de la poesía es expresar aquello ajeno al lenguaje. Superar la debilidad de las palabras. Sin embargo, compruebo a diario que su esencia es la contraria: la exhibición permanente de las mismas penurias. Sé que todos somos, en esencia, iguales y compartimos idénticas penalidades pero, como me dijo hace ya décadas un viejo maestro, el primer hombre que comparó a una mujer con una rosa era un genio, el segundo un imbécil. Tal vez la comparación sea excesiva, pero su pretensión no. Evidencia que la poesía que merece ser denominada como tal no es la simple expresión de nuestros sentimientos en verso, sino la consecuencia de una búsqueda (a la vez infinita e imprescindible) tan ardua como la que precisa la mejor narrativa o las artes plásticas.
*Los verdaderos poetas, es decir, los escritores que han escogido la poesía como modo de expresión y forma de superar las limitaciones de la prosa, merecen el mayor de los respetos. Sean sociales, mutantes, victorianos, neobarrocos, minimalistas, gongorinos o marcianos.
Me quedo con esta frase certera: «Los vates se detestan con un fervor y una persistencia ajenos al resto de los mortales».
Totalmente cierto.
Pues a mí, lo poco que he podido leer por ahí del libro, me ha parecido blando y cursi.
Ilustre Recaredo;
me parece que tu tambien caes bastante en el topico al hacer este retrato del poetastro o poeta dilettante; su saco de palabrejas poeticas, sus odios acendrados hacia los colegas, su complejo ruin de superioridad… Por suerto o por desgracia, conozco a bastantes poetas de los que no salen en los manuales ni en la prensa y no se corresponden con el retrato que les has hecho. Eso si, todos tienen en comun una vanidad tremenda. Pero para mi es un vicio menor.
Que razón teneis. Estos » Poetas Llorones», siempre tan cursis.
Tienes razón, lo había pensado desde hace tiempo, este estilo de poesía que no aporta nada nuevo, excepto una liberación quizás para el propio poeta quien lo escribe pero nada más. Qué liberador es leer un buen poema.
Buen post.
Saludos
¿Quién se lee los poemas de los blogs y facebook? ¿Quién se molesta?
Prestarle la más mínima atención a la mala composición de los poetas de FB no va en detrimento de los poetas (muy libres de hacer lo que quieran) sino del crítico, que encuentra un territorio fértil para su desfogue.
Bastante chusco el artículo, sí.
Me temo que estoy completamente de acuerdo; incluyéndome a mí.
Tienes que estar muy harto para escribir este articulo, pero llevas más razón que un santo.
Excelente.
Me habría gustado leerlo hace años.
Y en Twitter es aún peor.
Los estados de ánimo NO interesan. Un lector no es un amigo, una novia, un hijo.