Huerto cerrado
Por Blanca Riestra.
El juego del mono es una novela extraña. En ella, Ernesto Pérez Zúñiga confirma lo que para él es escribir: quemar las naves y volver a empezar, sin aceptar fórmulas, sin acogerse a géneros ni capillas. Escribir a pecho descubierto, cada vez desde cero. Echarse al monte. Todas sus novelas han sido novelas únicas, todas implicaban un riesgo distinto cada una.
El juego del mono, a pesar de estar trufado de homenajes a autores concretos, sobre todo Onetti –inevitable ver ecos de Santa María en Gibraltar-, Valle, Nabokov… desde luego, es una novela que no se parece a ninguna. Siendo contemporánea, no cede en ningún momento a las pequeñas trampas simplificadoras que la contemporaneidad nos ofrece, sino que, como ha dicho un crítico recientemente, vehicula una “extraña pureza”.
Sorprende primero una prosa limpia y dura, esculpida al cincel, de deuda poética. Una prosa que funciona perfectamente como contrapunto a un paisaje andaluz, fronterizo, simbólico, y que es casi como cante jondo, esencial, hiriente. Después, llama la atención la particular estructura de muñecas rusas, historia dentro de otra historia, que todo a lo largo de la novela aparece como un calco invertido de unas Mil y una noches, donde el carcelero sería Sherezade y Montenegro el prisionero condenado a entretener a su verdugo. Además, la estructura del Juego del mono evoca, para mí, inevitablemente, la confección de las primeras novelas de origen oriental en nuestra lengua. Pienso en el conde Nicanor y pienso en la culminación de esta tendencia que fue el Quijote. Yéndonos a otros pagos, están en el Decamerón, Gargantúa y Pantagruel, los Cuentos de Canterbury… Una novela, pues, hecha de opúsculos donde un narrador refleja la voz de otro narrador y este a su vez a otro. Este juego, y es que en esta novela todo es juego, contribuye a distorsionar las fronteras de la realidad y la ficción y funciona en sí mismo como un poderoso artefacto de “mise en abîme”.
En El juego del mono, la trama no es estática en absoluto, sino que, en su celeridad, tiene toques de novela negra. Se trata de una historia de descenso, o quizás de dos historias de descenso que se reflejan la una a la otra, como en un espejo. Pero aún así, la acción no es más que el antifaz de otra cosa. Y es que cuando uno cierra el libro y se quita las gafas, es inevitable pensar que estamos ante una novela de acción que en el fondo es alegórica. Es como si en ella las imágenes establecieran un diálogo destinado a explorar una oscuridad tan cerrada como la esquina negra de la bodega del mono, adonde los últimos rayos de luz del jardín apenas llegan.
Todo es simbólico, pues, y todo es tentativo. Pienso en el diálogo indirecto que se establece entre la carcelera y el prisionero, donde, éste trata de rodear mediante la escritura algo inexpresable, infructuosamente, una y otra vez, y al mismo tiempo, adivinar o sondear cuál es la intención, los pensamientos, los deseos de la temible Sherezade enmascarada.
Pero ¿imágenes de qué? Pues, sobre todo de en qué consiste la existencia y en qué consiste escribir. Porque, ¿qué es la vida –permítanme la licencia barroca – más que la reclusión sin razón aparente en una cárcel? ¿Y qué hace el escritor sino seguir la órdenes de un diosecillo cruel que le ordena que explique lo inexplicable, que convierta su bajeza, su animalidad, su desesperación en palabras? Montenegro evoca a Murakami, como patrón de su santo encierro, y es cierto que Murakami es experto en este tipo de personajes confinados en subterráneos absurdos. Pero forzoso es también pensar en el mito de la Caverna, o en el Segismundo de la Vida es sueño o en el pobre Calibán de la Tempestad y preguntarnos con ellos cuales son los límites entre el sueño y la vigilia.
Todos los nombres son simbólicos: Montenegro –sombrío eco del protagonista de las Comedias bárbaras de Valle, de quien hereda su brutalidad y su conciencia- , La chica de la Nariz, la niña de la Ducha. Hasta La línea de la concepción parece traernos resonancias de otras cosas. El lenguaje y los nombres nos dan pistas, remiten a una mitología primera y siembran a veces el desconcierto.
Otro hallazgo muy afortunado, a mi parecer, es la utilización del espacio. El juego del mono manipula el espacio al máximo como estrategia expresiva. Lo cual apuntala algo que ya sabíamos, la intuición de que toda novela no es más que territorio acotado a base de palabras, un laberinto, un recinto voluntariamente desdibujado o definido, con su correspondencia mental en nuestros momentos de ensoñación o de desvelo. La novela es espacio edificado.
El juego del mono habla, en fin, sobre la creación, sobre la impotencia, sobre los agobiantes espacios interiores del espíritu. Pero también sobre la vida como prisión y como deslumbramiento. Porque nada es tan hermoso ni tan bello como el jardín, el huerto cerrado, vislumbrado apenas desde el sótano.
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