Galileo: la apertura de un nuevo mundo
Por María Pardo Arenas.
En su ensayo titulado “El diálogo con la naturaleza de Galileo Galilei”, incluido en el volumen El taller de las ideas, José Luis González Recio hace un interesante recorrido por la figura histórica y filosófica del personaje, reflexionando sobre la importancia de su obra, aunque, como veremos, ésta ha podido ser malinterpretada. Las siguientes líneas intentarán, de la mano del citado escrito, resaltar cuál es la gran contribución de Galileo a la historia de la ciencia y de la filosofía.
«La filosofía está escrita en ese gran libro que continuamente está abierto a nuestros ojos (es decir, el universo), pero no se puede entender si primero no se aprende a comprender su lenguaje y a conocer los caracteres en los que está escrito. Está escrito en lengua matemática y los caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin cuya ayuda es humanamente imposible entender nada».
La anterior cita expresa una idea archiconocida y citada miles de veces: que el mundo está escrito en caracteres matemáticos. Aunque a fuerza de repetirla y según la concepción actual de la física a nosotros nos parezca algo “normal” el hecho de que la realidad pueda medirse o descifrarse matemáticamente, lo cierto es que la propuesta galileana fue una auténtica revolución en su momento. La tesis del artículo es que la gran relevancia histórica y filosófica de Galileo consiste en haber concebido esa nueva forma de ver el mundo, y no tanto en la formulación de algunas leyes físicas. De hecho, en contra de esto último está su error en la explicación del fenómeno de las mareas (interpretado por él como una consecuencia del movimiento de la tierra).
Sus dos principales aportaciones en lo que a la física se refiere son el haber formulado el principio mecánico de la relatividad y el haber introducido la noción de sistema inercial. Ahora bien, tales propuestas no pudieron ser nunca formuladas sin haber antes roto con toda la anterior concepción del mundo y de las relaciones entre los cuerpos, es decir, sin antes haberse cargado completamente las bases de la física aristotélica.
En efecto, si las ideas de Galileo fueron revolucionarias fue porque explícitamente contradecían los principios que regían cualquier estudio sobre el mundo: los de la filosofía peripatética. Acerquémonos a ellos brevemente.
Para la física aristotélica el mundo se dividía en dos: el sublunar y el supralunar. En el mundo sublunar todo lo que puede verse son los cuatro elementos (tierra, agua, aire y fuego) o mezclas de ellos. Cada uno es descrito por la combinación de las parejas frío-calor y húmedo-seco, pero no necesitamos ahora entrar en ello. Lo que nos interesa es que cada uno de esos elementos tiene un movimiento característico. Así, el agua y la tierra tienden a bajar, a quedarse “pegados” a la superficie terrestre, mientras que el aire y el fuego tienden a subir. De esta manera, cada cuerpo tiene un movimiento natural, que le lleva a alejarse o acercarse a la tierra. Ahora bien, existen también los movimientos que no son naturales, es decir, los violentos. Un cuerpo se encuentra en reposo cuando está en su lugar natural. Si se intenta cambiar de estado tal cuerpo será necesario ejercer sobre él cierta violencia que lo aparte de su reposo. Para mantener el cuerpo en ese movimiento no natural, según Aristóteles, es necesario que la causa que lo aparta del reposo continúe en el tiempo. De lo contrario, el cuerpo volvería automáticamente a su estado natural. Pues bien, este principio, tan usado para justificar la inmovilidad de la Tierra, no se corresponde con la experiencia. En concreto, el lanzamiento de un cuerpo con suficiente fuerza como para que permanezca unos segundos en el aire contradice flagrantemente tal principio.
De la misma manera se mantenía como verdadero el siguiente experimento mental: si se tira un cuerpo, pongamos, una bola, desde lo alto del mástil de un barco en movimiento, aquélla no caería al pie del mástil, sino unos metros más atrás, pudiendo llegar incluso a caer fuera del barco, si éste llevara suficiente velocidad. El hecho de que este tipo de propuestas se mantuvieran sin apelar ni una sola vez al experimento da una idea de la noción de ciencia que se maneja, apartada de la comprobación de hechos.
Este experimento trasladado a la tierra en movimiento permitía a los aristotélicos argumentar en contra del heliocentrismo: si la tierra girara alrededor del sol el movimiento que se observaría en ella sería distinto al que de hecho se observa. Además, decían, el movimiento de la tierra debería ser tan rápido que las cosas sobre ella saldrían despedidas hacia el exterior.
Poco a poco Galileo ensaya otra manera de interpretar los mismos fenómenos: supone que existe un principio de relatividad (luego se le llamará principio mecánico de relatividad), según el cual los cuerpos que comparten un mismo movimiento es como si se encontraran en reposo uno respecto del otro. Así, dado que la tierra comparte el mismo movimiento con todo lo que está depositado en ella (de igual modo que la bola y el mástil comparten el movimiento del barco), no se observaría, desde la tierra, ningún cambio si ésta estuviera en movimiento. De este modo, concluye, de la simple observación de fenómenos en la tierra no se puede concluir ni la inmovilidad ni la movilidad de la tierra.
Este principio, como habrá podido colegirse, acaba con la concepción del movimiento como una propiedad del móvil (a la manera aristotélica), e introduce la noción del movimiento como simple cambio de relación. El movimiento es así algo relativo, y no absoluto, como lo había sido durante toda la tradición peripatética.
Ahora bien, esta idea implica que la mera observación no es suficiente para comprender el mundo, algo alejado totalmente del concepto que del mundo tenían los contemporáneos de Galileo, cuyo lema podría resumirse en algo así como que “las cosas son tal y como las vemos”. Para ellos no hay que buscar más. De hecho, a su modo de ver, las manchas solares observables tras el perfeccionamiento de los instrumentos, era debido a un fallo del instrumento, pues los ojos no pueden mentir. No cabe en la cabeza de un aristotélico que las cosas no sean como se perciben, como se ven. Sólo con el Renacimiento y la Ilustración llegará la idea de que los sentidos son engañosos y de que la realidad está oculta. Los inicios de ese nuevo concepto del mundo se están fraguando aquí, con Galileo. Unida a esta idea va la matematización del mundo, idea con la que Aristóteles no podía simpatizar, pero que su maestro, Platón (con influencias pitagóricas más que evidentes), había puesto sobre la mesa de la ciencia para que Galileo la recogiera siglos más tarde.
El descubrimiento de esas leyes exige un nuevo mundo filosófico donde puedan representarse, necesitan de una nueva naturaleza que se amolde a ellas, un lugar donde lo real esté regido por lo ideal, donde lo físico pueda ser explicado mediante lo matemático. Galileo pone en funcionamiento ese nuevo mundo que, filtrado y depurado por la historia de la ciencia y sus protagonistas, dura hasta hoy.
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