¿Arte o vandalismo?

Por Alfredo Llopico

La relación de las ciudades con los grafiteros pasa pronto del amor al odio. Si sus trabajos han logrado llegar a ser aceptados y a formar parte de rutas turísticas, también es cierto que no deja de ser curioso que estos artistas sean perseguidos por inscribir sus creaciones en espacios públicos y que las multas por hacerlos sigan constituyendo la otra cara de la moneda.

El arte urbano tiene que ver con la conquista del espacio callejero, la necesidad de apoderarse de un entorno que nos ha sido robado por la publicidad, las marcas y el mobiliario urbano, es decir por la creciente privatización del espacio público. El artista del graffiti se resiste a la colonización intensiva de estos lugares por parte del capital privado, a la vez que revela constantemente que es el espacio mismo el que está siendo transformado en una mercancía sobre la que no se puede operar sin permiso de sus dueños.

Para realizar sus reivindicaciones utiliza elementos tan rústicos como el spray. Pero precisamente por esto los espectadores consideran a los integrantes de este movimiento como simples degenerados, enemigos del orden y la limpieza. De hecho, una ciudad como Nueva York, en los años 70 gastaba 10 millones de dólares en eliminar de todo tipo de superficies los tags con los que miles de jóvenes querían dejar constancia de su presencia en la ciudad. En la actualidad, esa cifra se ha multiplicado, pero ese notable esfuerzo económico no logra borrar una huella que ni siquiera a estas alturas sabemos si debemos considerar arte o vandalismo. ¿Hay que proteger los edificios cuyas paredes han desaparecido bajo el reino de la pintura o, por el contrario, es necesario someternos al imperio del disolvente que les devuelva la limpieza y la homogeneidad?.

La realidad es que el grafiti sigue teniendo muchas cosas que decir y ha demostrado ser mucho más que una moda surgida en los años sesenta, cuando se convirtió en un movimiento con sus propias normas y motivaciones. Sin embargo, han pasado los años y seguimos en el mismo punto o en el mismo instante de fascinación y desconcierto ante el grafiti. Y aunque los grafiteros todavía viven anclados en la idea de la mitología del proscrito urbano, la realidad es que todo cambió desde que un tal Banksy, jugando al escondite del anonimato, se hizo famoso por sus plantillas en el Londres de finales de los años ochenta, optando por la rama más política del arte urbano. Banksy crea un arte en constante interacción con la sociedad, como demuestra el hecho de que llegase a colgar sus propios cuadros en prestigiosas galerías, sumiendo al visitante en el desconcierto; que instalase en el parque Disneyland de California un muñeco inflable con el overol naranja y la capucha de los prisioneros de Guantánamo; o que colase en el mercado del arte una de sus obras para ser vendida por cifras millonarias, lo que provocó el nacimiento de un mito sobre el que se escribe no sólo en periódicos como fenómeno de masas, sino también en las revistas de arte.

Los grafiteros de los años 70 sí que revolucionaron algo. Los actuales, en muchos casos se han instalado en el establishment, de modo que la situación del street-art hoy en día tiene pocas diferencias con lo que se vive en otras manifestaciones artísticas. La fe en el grafiti parece haberse perdido, aunque su mítica resulte sumamente ventajosa para el mercado más fashion, para el mundo del cine o el mercado editorial de alto postín. Lo que en otros tiempos se consideraba transgresor es vigilado ahora por los grandes agentes del mercado.

Banksy, al que nadie pone cara, dirige el interesante documental Exit though the gift shop, pensado para mayor gloria de colegas y protagonizado por algunos de los grafiteros más mediáticos de todos los tiempos, permitiéndonos descubrir que son mucho más que una banda nocturna que recorre las calles armados con sus botes de pintura manchando paredes. Pero también para poner en evidencia la volatilidad del mercado del arte y cómo este puede ser manipulado a voluntad si uno conoce las teclas correctas.

Mientras esto ocurre, los grafiteros que siguen viviendo al margen continúan buscando paredes blancas en espacios que no molesten donde recuperar el espacio callejero y mostrar lo que consideran arte, aunque deban hacerlo siempre con un ojo delante y otro detrás, atentos a los coches patrulla. Y lo curioso es que el interesante trabajo de estos artistas, que plasma su visión del mundo y de la sociedad en la que vivimos, desaparecerá pocos días después gracias a las diligentes brigadas municipales que dejarán los muros impecables para que el bochornoso y complaciente arte institucional, que lenta pero inexorablemente va invadiéndolo todo, pueda lucir el vacío de su contenido sobre un impoluto fondo blanco.

Efectivamente. De momento, la pregunta sigue sin respuesta.

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