Crónicas ligerasEscena

Nacer de nuevo a los 30

El día que nació Isaac, Teatro Fernán Gómez, Madrid
Manu Tomillo

Fotografía : Pablo Álvarez

Hay veces en las que sentimos que no debemos fallarnos a nosotros mismos, que debemos ser fieles a lo que somos o creemos que somos. Otras actuamos siguiendo unas directrices morales, o a según qué cosas que dicta algo tan abstracto como la sociedad. Otras sin embargo, nos dejamos caer por un agujero aturdidos por la felicidad del amor. De todas estas sensaciones y experiencias nos habla El día que nació Isaac.

La obra es todo un recorrido por el sentimiento y el latir de una ciudad, de los individuos que la habitan, y qué mejor lugar que el pequeño pero especialmente cuidado Teatro Fernán Gómez, para sentir más de cerca esos latidos, esas historias individuales que construyen una gran ciudad. Tendencias que se enfrentan, visiones vitales que chocan para lograr que de esa tensión diaria la sociedad pueda crear un nuevo día a día.

En un principio se nos presenta el eterno conflicto de convivencia en nuestras sociedades, el enfrentamiento entre burguesía y progresismo. Este es un debate abierto, nunca zanjado por mucho que intenten hacernos pensar que todos somos clase media. En esa lucha ideológica se plantean no sólo distintas formas de afrontar la vida, sino que convergen convicciones muy diferentes de qué compañeros de viaje tener, veamos, por un lado las cargas morales de una religión, con sus limitaciones y prejuicios; por otro la extrema sensación de libertad que tiene como único freno el punto y final de nuestro propio cuerpo físico.

Del choque entre familia cristiana y consevadora y artistas bohemios, la obra avanza hacia un grito que cada uno de los personajes lanza para liberarse de sus propios miedos, en este punto hay que decir que los cuatro actores sobre el escenario transmiten a la perfección las dudas, los temores que en sus vidas van surgiendo. De esa liberación, de ese saber salir bien parado de las paredes y obstáculos que muchas veces nosostros mismos nos ponemos, habla esta representación.

Es una búsqueda de felicidad, eterna, constante, como lo es la vida misma. Pero a la vez es esa máxima hedonista de que “la felicidad constituye el sentido de la vida y su promoción la justificación de las actuaciones individuales y colectivas”*. De ese hedonismo bien entendido, que busca crear una sociedad mejor a base de ser solidarios en nuestra felicidad. Por que esta bien podría ser una historia de amor, una de amor convencional, pero también una de amor con uno mismo, por sentirte orgulloso de lo que haces, por no tener que reprocharte nada al final del día, por no defraudarse más allá de lo preciso.

*Extracto del libro “Manifiesto Hedonista”, Esperanza Guisán.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *