Convivir (y sobrevivir) con un genio
Por Graciela Rodríguez Alonso.
Qué fácil es venerar a un genio con el que no se ha tenido que convivir, disfrutar sin más de Ana Karenina, Guerra y Paz, La muerte de Ivan Ilich o ¿Cuánta tierra necesita un hombre? y forjar la leyenda del gran hombre que, necesariamente, debió de ser el monstruo capaz de escribir tales cosas. Luego están las fotografías que muestran a un ser venerable, un espíritu de larguísima barba blanca y rostro que recuerda al de cualquiera de los siete enanitos salvadores de Blancanieves. Envuelto siempre en sencillos ropajes blancos, visitado por Chejov y Gorki, el conde adorado por un pueblo al que decidió entregar todos sus bienes. El conjuro se ha realizado: decimos Tolstói y levitamos entre los manzanos de Yasnaia Poliana.
Pero si hubiéramos tenido por marido (durante más de medio siglo) al hombre que escribió en su diario: “El amor no existe, tan sólo la necesidad carnal de compañía y la necesidad razonada de una compañera para la vida”, si hubiéramos sido Sofía, esa compañera que sufrió trece embarazos y sus correspondientes partos, que se ocupó de dar de comer a su trece hijos y a los de los campesinos de la aldea cercana, que copió a mano (¿alguien se atreve a coger papel, lápiz y abrir Guerra y Paz e intentarlo?) no una ni dos sino varias veces cada uno de los escritos (todos: novelas, ensayos, artículos, correspondencia, diarios, relatos) del genio, si hubiéramos sido Sofía tal vez el enano venerable hubiera acabado como uno de los que decoraban el jardín del jefe parado de los Full Monty.
Sofía amaba a Lev y Lev, a su manera, la amaba a ella. Tonta ella y tonto él, la suya fue la historia de algún momento de felicidad en medio de una eterna pelea. Sofía se tiraba al estanque o pasaba horas encogida entre los árboles hasta ser rescatada por uno de sus hijos a punto de morir congelada. Lev se escapaba a caballo, huía a tierras lejanas o tenía un hijo con alguna de las mujeres de Yasnaia Poliana (la necesidad carnal de compañía, necesidad incluso de los que aspiran a la santidad). Notas de arrepentimiento y perdón y declaración una vez más, de amor eterno. Reconciliación. Lev se encerraba en su estudio y escribía y escribía y escribía y no comía. Escribió incluso unos Evangelios que le valieron la expulsión de la Iglesia ortodoxa. Sólo salía del estudio para ser admirado por viajeros de todo el mundo, que acudían presos del conjuro Tolstói. Sofía era correctora de pruebas y copista, administraba la casa y las tierras, enseñaba francés, música, dibujo y religión a sus hijos, cosía ropa para todos, desbrozaba tierras, llevaba las relaciones con la prensa rusa y extranjera, luchó para obtener un lugar en el Museo de Historia donde guardar los manuscritos de Lev que se salvaron de las maquinaciones del pérfido Chertkov. Nunca viajó más allá de Moscú o San Petersburgo, amó la música, la fotografía, el arte y la conversación, escribió cada día, tuvo que enterrar a varios hijos y defender a Lev (que intentó desheredarla) de acusaciones de traición. Mientras paría y educaba hijos, mientras cosía, tapizaba muebles, cocinaba para cientos, y corregía y copiaba las obras completas de Lev para obtener los rublos con los que mantener a la familia (Lev creía que todos podían vivir como él, del aire), la vida que una vez soñó se tornó en un limitarse a durar, día tras día sola, cruelmente presa ella también del conjuro Tolstói.
Diarios (1862-1919) de Sofía Tolstói, editados por la editorial Alba, Barcelona, 2010