Roberto Bolaño en el Palau Sant Jordi
Por Guille Ortiz.
Murió mi abuela, me tuve que ir de casa, mi madre iba en silla de ruedas por una rotura de cadera, mi mejor amiga intentó suicidarse, yo iba a clases de preparación de unas oposiciones que igual quería aprobar, conmigo nunca se sabe, pero desde luego no quería estudiar bajo ningún concepto. No tenía dinero. Ni un duro. Perdí el trabajo y perdí a mi novia. Publiqué un libro pero nunca estuvo en ninguna librería.
Viajé a Barcelona en un acto desesperado. No crean que era infeliz, todo lo contrario. Si recuerdo aquella época de detective salvaje, probablemente les diría que fue la más intensa de mi vida. El cariño de la desgracia. Estaba tirado en una cama de un hostal de Las Ramblas esperando a mi compañero de habitación –un cantautor- y la llamada de una Chica Indecisa. Ninguno de los dos llegó. Pasaba páginas compulsivamente, imaginándome como a un poeta García Madero perdido en la inmensidad de su nueva vida bohemia. Imaginando las noches de lujuria en la casa de las hermanas Font.
Yo siempre quise ser un juguete del destino, soy un tipo peligroso.
Las cosas mejoraron. No porque la Chica Indecisa llamara, al revés, no volvió a llamar jamás, pero heredé un dinero, conseguí un trabajo, aprobé las oposiciones, me eché algo parecido a una novia, conseguí mi propio piso de alquiler en pleno Malasaña y, por supuesto, caí en una horrible depresión que me llevó a intentar combatir la angustia con ansiedad, una receta poco recomendable. Volé a Nueva York en busca de una amiga que empezaba un viaje suicida. Un viaje salvaje, si me permiten la rima interna y el topicazo. Atravesamos el norte del país de punta a punta hasta llegar a Seattle. Rosa y Amalfitano.
Yo ahora quería ser como Archimboldi. Yo ahora quería desaparecer. Una vez, a propósito de nada, una crítica de una película europea que pasó sin pena ni gloria por la cartelera española, escribí que el tema de nuestro tiempo era la desaparición. Alguien puede decir ahora que el tema es la crisis, pero en el fondo estamos hablando de lo mismo: crisis exterior, crisis interior y desaparición como respuesta. La necesidad de dejar de ser quienes somos. La constatación de que ya no nos aguantamos más y que tenemos que huir cuanto antes de nosotros mismos. Una especie de turismo suicidófilo.
Los dos suicidas acampamos en Badlands, Yellowstone y Grand Teton, que es lo más cerca de Suiza que he estado nunca. Contaba desaparecidas y muertas y peleas y tiros y Rosa, pobre Rosa, pero sobre todo, ya lo he dicho antes, soñaba con ser un escritor fantasma: publicar, cobrar y seguir con mi vida. El reconocimiento como algo ajeno. Como negocio, de acuerdo, pero no como circo ambulante.
Escribí un libro sobre aquel viaje. Era bastante bueno. 4000 millas y 24 días dan para mucha ficción o al menos para mucha reinvención de la realidad. Por supuesto, a nadie le interesó publicarlo. Las cosas siguieron más o menos en su sitio hasta que volvió a morir mi otro abuelo, mi padre sufrió un derrame cerebral, perdí mi trabajo, no tenía novia que me dejara y al menos no tuve que abandonar mi piso en Malasaña. Una especie de término medio. Tiempos del Quemado en una localidad perdida de Girona. Tiempos de El Tercer Reich. Tiempos de desapariciones, de nuevo, si se dan cuenta, que nos llevan a ayer mismo, de madrugada, justo mientras Dwayne Wade metía 22 puntos en 7 minutos a los Indiana Pacers: “Los sinsabores del verdadero policía” y el momento en el que entre Lezama Lima, Nicanor Parra, Octavio Paz, Santa Teresa y los demás habituales de Bolaño aparece Arvydas Sabonis.
No era un hostal, no era un saco de dormir en una tienda. Era mi cama. Me entraron ganas de llorar, qué tontería. Estaba tan tranquilo en aquel mundo inofensivamente latinoamericano y de repente apareció mi infancia y mi adolescencia. No ya como metáfora o como ilusión-yo-querría-ser-o-haber-sido-como… sino con nombre propio y apellido. Arvydas Sabonis. Búsquenlo. En serio. Página 165. Y pensé: “Jamás, jamás voy a conseguir escribir como él”.
Pero al menos vimos los mismos partidos.
Y no sé por qué razón extraña, en ese mismo momento, no me sentí mejor pero juraría que al menos sí me sentí menos solo.