María Schneider baila su último tango
Por José Luis Muñoz.
Siempre tendré en la retina la imagen de María Schneider en la bañera de El último tango en París, la magistral película de Bernardo Bertolucci, y Marlon Brando restregando su piel con una esponja y haciendo un comentario cruel sobre su voluptuosidad evidente. La escena es de una enorme carga erótica, más que la de la famosa mantequilla, sustituto de la vaselina para un coito anal: Brando, padre, baña a la niña para, a continuación, comérsela.
María Schneider contaba con 19 años cuando Bernardo Bertolucci la cogió y la ofreció al fauno Brando para que la devorara. Tenía un físico rotundo, muy carnal (Bertolucci arriesgaba mucho porque por entonces imperaba la delgadez extrema de Twiggy, La Gamba y Donayle Luna, entre otros iconos de la moda que reivindicaban el hueso), la cara redonda e infantil y una melena aleonada que le caía por la espalda. Seguramente cuando se puso ante la cámara a las órdenes del genio de Parma no sabía que sencillamente estaba contribuyendo al nacimiento de una de las más maravillosas películas del séptimo arte, que se convertía en un icono erótico por sus encuentros brutales con el desesperado Marlon Brando en ese piso vacío de París y que millones de espectadores irían a verla movidos por el morbo y saldrían del cinematógrafo conmovidos por una de las historias de amor y soledad más demoledoras jamás filmada. El paso del tiempo ha laminado su erotismo, pero ha acrecentado el lado dramático del film.
Como muchas veces sucede en el cine, un mundo tan extraño como el de la literatura, del que todavía ignoramos sus leyes caprichosas, el brillante debut de la jovencísima María Schneider junto a un monstruo de la interpretación y un genio de la dirección no tuvo ninguna influencia benéfica en su posterior carrera artística. Restó más que sumó.
La vida de esta chica, porque su tiempo, para mí, se detuvo en los 19 años de El último tango en París, fue todo lo azarosa que pueda serlo la de quien nace en el seno del mundo del espectáculo. Su madre, Maria-Christine era modelo, y su padre, Daniel Gelin, actor, aunque nunca la reconoció como suya. La mítica, y maldita, película de Bertolucci, cuyos negativos fueron pasto de las llamas en la Italia prevelinas de la Democracia Cristiana, no fue su primera aparición en la pantalla: a los 17 años el británico Terence Young la escogió como protagonista de El árbol de la vida.
De El último tango no sale entera. El rodaje debió de ser demasiado intenso e imagino que estar al lado de un monstruo como Brando la marcó de por vida. Le colgaron el sambenito de lasciva – no a su partenaire, cosas del machismo – y el resto de su carrera fue zigzagueante, aunque trabajó con René Clement, Michelangelo Antonioni, Luigi Comencini, Jacques Rivette y Franco Zeffirelli, maestros, sí, pero que también hicieron películas olvidables, o haciendo papeles secundarios hasta el 2009, la fecha de su último trabajo con Josiane Balasko: Una cliente.
María Schneider fue un juguete roto en manos de Marlon Brando y ya no se recompuso. Cuando en alguna entrevista se le preguntaba por la película, sólo existía ésa en su filmografía, no tenía buen recuerdo de ella, ni del rodaje ni de su compañero.
El 3 de febrero danzó con la muerte bajo los compases de la música de Gato Barbieri, cerró los ojos en uno de los torbellinos por la pista de baile y quizá se vio luego, en algún piso vacío, con el trastabillante y ególatra Brando que, en algún lugar del Olimpo, la espera armado con su esponja. El juguete roto se rompió definitivamente a los 58 años de edad y me entran ganas de verla, viva, en ese melodrama extraordinario que la eterniza. Una vez más (¿diez, quince?), porque cada vez que miro El último tango en París descubro nuevos matices, es otra película distinta de la vez anterior. Puede que sea porque, simplemente, el espectador nunca es el mismo.