Reducción al tópico
Vengo pensando desde hace tiempo que lo peor que le puede pasar a un escritor (y la aseveración no se ciñe sólo a ese gremio, sino que es extensible a todas las ramas imaginables del arte) es que o él o su obra terminen reducidos al más puro tópico. Es decir, a la banalización o la simplificación –siempre interesada, por supuesto, y convenientemente orientada hacia intereses nada dudosos– de un discurso del que a la postre sólo acaba trascendiendo el resumen, entendiendo como tal una versión homogénea y casi caricaturesca de aquél sometida siempre a los parámetros que más y mejor se ajusten a las conveniencias de una sociedad en la que el respeto a la labor de sus mejores hombres puede derivar y deriva muchas veces en una insana, y nada crítica, necrofilia.
Sé bien de lo que hablo. No puedo asegurar que ocurra en todas partes, aunque me imagino que sí, pero en Asturias, que es donde nací y (todavía) vivo, sabemos bastante del tema. Desde tiempos inmemoriales, toda la ciudad de Gijón se ha convertido en un gigantesco tributo a Jovellanos, y en este año en que se conmemora el bicentenario de su muerte quienes paseamos a diario por las calles de su villa natal nos hemos acostumbrado a desayunarnos con noticias, entrevistas y artículos de opinión que van de lo trivial a lo pintoresco y que no hacen más que consolidar una convicción muy arraigada en el subconsciente colectivo (aunque nunca tan enfatizada como ahora) que vendría a aseverar que todo gijonés que se precie ha de ser un acreditado jovellanista o, por lo menos, poner todo el empeño que pueda en intentarlo. Como es natural, para obtener el correspondiente certificado de amor al prócer nadie exige que uno acredite un profundo conocimiento de su obra ni acometa un concienzudo análisis de las ideas que promovió. Basta con recurrir a los tres o cuatro topicazos de siempre y lanzarlos ante una audiencia lo suficientemente amplia para que uno acabe disponiendo de plaza propia y vitalicia en cualquiera de los foros que en esta bendita urbe llevan en su bandera, no siempre de forma explícita, el nombre del ilustrado.
En Oviedo, unos pocos kilómetros al sur, la cosa es todavía peor: allí la devoción hacia Clarín alcanza unos niveles inexplicables por tanto que las autoridades y los vecinos del lugar no dejan de agradecerle que ocupara unos cuantos años de su vida en la escritura de La Regenta sin advertir que la susodicha novela –que no habrán leído demasiados de sus aduladores, me temo– es uno de los más furibundos alegatos contra la propia ciudad que escribirse pudieran, empezando por el topónimo ficticio que el propio Clarín le adjudica (el nada ambiguo Vetusta) y siguiendo por las descripciones de unos ambientes que no invitan precisamente al lector a avecindarse en la misma ciudad del Magistral, el provinciano donjuán Mesía o el cándido Frígilis. No se trata sólo de que una inmensa mayoría de los ovetenses vayan por la vida convencidos de que La Regenta es una novela que empondera y enaltece su ciudad, sino que la propia Oviedo lleva al menos década y media empeñada en transformarse a sí misma en Vetusta merced a una decoración urbana de reminiscencias decimonónicas que hace que, en determinados puntos del callejero, uno tenga la impresión de encontrarse en un extraño parque temático sobre no se sabe muy bien qué. Por no hablar de la horrorosa escultura de Ana Ozores que desde hace unos cuantos años preside una esquina de la plaza de la catedral para que los turistas (después de preguntarse quién será esa señora que posa tan engalanada ante el desangelado paraje que se abre a su espalda) se inmortalicen con la torre de la basílica, ese «delicado himno de dulces líneas de belleza muda y perenne» (según uno de los tópicos clarinianos más queridos en la capital asturiana), coronando sus testas.
Hay muchos más casos, y más sangrantes (al fin y al cabo, Clarín y Jovellanos no dejan de ser figuras muy respetables), y no necesito salirme del perímetro para enumerarlos: no se planteen visitar Navia sin enfrentarse, tarde o temprano, a las florituras del muy ripioso Campoamor; no piensen en acercarse por Laviana sin que les salga al paso el recuerdo del infumable Armando Palacio Valdés (recuerdo con espanto las horas que perdí en el bachillerato enfrascándome a mi pesar en la lectura de La aldea perdida) ni se les ocurra la posibilidad de ir por Avilés sin que nadie les indique dónde está la casa que acogió las andanzas ficticias de Marta y María. Pocos resistirán la tentación de caer, y hacerles caer a ustedes, en los más absurdos tópicos. Que, visto lo visto, son ya un argumento de autoridad como otro cualquiera, y le eximen a uno de tomarse esa pesada molestia de abrir un libro para aprender a pensar y evaluar por su cuenta.