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Sukkwan Island

Por Eva González Vellón.

Sukkwan Island. David Vann. Ediciones Alfabia. 210 páginas. 18 €.

Tras el éxito de sus memorias, A mile down: The true story of a disastrous career at the sea, David Vann (California, 1966) nos sorprende con su primera novela, Sukkwan Island, en la que narra el encuentro entre Jim y su hijo Roy, a quien apenas conoce, en una isla salvaje del sur de Alaska. «No hay nadie en kilómetros a la redonda, dijo su padre». A partir de ahí, la historia discurrirá como un absurdo avanzar entre la nieve, en el que padre e hijo dispararán y descuartizarán animales salvajes, como sangrienta metáfora de sus propias vidas y de su extraña relación. La novela, dividida en dos bloques, se articula en torno a un sorprendente punto de giro. La primera parte está poblada de ecos que nos recuerdan a La carretera, de Cormac McCarthy, por esa atmósfera inquietante que recrea el autor y esa lucha, que deviene claustrofóbica, por la supervivencia. En la segunda, el desasosiego deja paso al horror, al delirio y a la soledad, como en los mejores momentos de Desgracia, de Coetzee. «Me faltaba algo, pero tengo la sensación de que estar aquí, contigo, va a arreglar todo eso. ¿Sabes lo que quiero decir?». La inversión de roles será parte del leimotiv de la historia: es el padre el que llora cada noche; es el hijo, el que debe consolarle cada mañana. El hilo que hilvana la narración y que envuelve a ambos protagonistas y los conecta entre sí no es otro que la culpa: culpa por el pasado, en el caso del padre; por la dureza de hacer frente a un presente que lo supera, en el del hijo. La prosa de David Vann ha sido comparada, y no en vano, con la de Hemingway: como un iceberg más de los que pueblan Alaska, en Sukkwan Island es menos lo que que se cuenta que lo que se deja de contar. Algo en la forma en la que el autor trata la arbitrariedad de la propia muerte nos trae a la memoria Tren Nocturno, de Martin Amis, con la salvedad de que en Sukkwan Island, el suicidio del Otro no será sino una forma vicaria de morir. David Vann hace gala de una prosa exquisita: áspera y árida, como el paisaje nevado de Alaska; por momentos, desolaradora; ágil y brillante, las más de las veces. Con un tono sostenido de forma magistral para una primera novela, el autor nos conduce por el largo y frío camino de la autodestrucción: «El hombre lo miró. ¿Ha matado a alguien?, preguntó. Solo a mi propia vida, dijo Jim».

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