Columnistas

Con guias y a lo loco

Por Rodrigo Varona.

Cocineros y bodegueros juran y perjuran trabajar al margen de ellas, los gourmets desconfían de ellas por sus criterios erráticos y las nuevas generaciones solo se fían de lo que se diga en la red y las acusan de quedarse rápidamente obsoletas. Y a pesar de todo, es bastante probable que ustedes o alguno de sus conocidos hayan sido agraciados recientemente con una de ellas por parte de algún bienintencionado familiar que les quería agasajar en su cumpleaños o por cualquier otro motivo. Hablamos, por supuesto, de las guías gastronómicas.
Es muy posible que todo lo expuesto antes sea cierto (bueno, lo primero ni de broma), pero la verdad es que cada vez las hay en mayor numero y más variadas; las últimas en subirse al carro son las de destilados. Yo mismo soy el primero que dice desdeñarlas a menudo para recurrir a ellas en cuanto no conozco el terreno que piso o me inquieto al descubrir un vino de 97 puntos Parker que desconocía, práctica que me consta que comparten otros colegas.
Como es lógico, también tengo mis favoritas y otras que no se las recomendaría ni a mi peor enemigo. De las últimas no hablaremos por elegancia (ejem, Repsol, ejem), y en cuanto a las primeras, espero con ansia cada nueva edición de la guía Metrópoli de El Mundo o dejarme orientar por los comentarios etílicos de José Peñín o la gente de TodoVino. Pero si hablamos de este tema, es absurdo negar que todos los caminos conducen al mismo sitio: Michelin.
Best seller gastronómico por antonomasia, la guía roja ha logrado el sueño húmedo de cualquier crítico: ser tan odiado como respetado e influyente. ¿A que se debe tamaño éxito? Tras darle muchas vueltas, no acabo de explicármelo, y eso sin entrar a valorar sus peculiares criterios: su diseño es muy poco afortunado, los cambios entre ediciones son mínimos, la información de cada local ridícula… ¿Entonces? Algo bueno deben tener para sobrevivir a ridículos como el de conceder estrellas a restaurantes que ya están cerrados o permitirse el lujo de ir con cinco años de retraso respecto al resto de los mortales.

La receta del éxito mezcla una parte de mística con algo de marketing y le añade, para rematar, una gran dosis de economía de supervivencia. Me explico. La parte buena de ser “una guía con criterios decimonónicos” (como me la definió J.C. Capel en una ocasión) es que hay que reconocer su capacidad de referente global desde hace décadas, un baremo casi inalterable donde todos sabemos lo que podemos esperar y con el que los cocineros han soñado desde que eran meros pinches de cocina. Por otro lado, los misterios que la rodean a ella y a esos seres voluntariamente misteriosos que son sus inspectores son casi más comentados en los círculos gastronómicos que la propia guía (¿Quién no ha oído historias rocambolescas sobre señores que aparecen solos a comer con una libretita?). Para remachar, la clave para los hosteleros: muchos guiris la usan como Biblia cuando nos visitan. Y claro, teniendo en cuenta que en los restaurantes estrellados la facturación de éstos suele ser al menos la mitad del total, esto puede significar la diferencia entre irse al paro o empezar a salir en las revistas de estilo de vida y en el telediario.

¿Entienden ahora los saltos de alegría o las caras de desilusión de los grandes chefs españoles cuando se reparten? Cuestión de orgullo en ocasiones (puede), pero sobre todo de supervivencia. Como el resto de los mortales, vamos.

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