Haciendo amigos (6)
Por Pedro de Paz.
Ganar batallas después de muerto.
Recientemente la viuda de José Saramago ha declarado que andaba a la zaga de un editor que quisiese publicar la última novela del maestro, un texto en el que estaba trabajando y que no pudo completar. Por otra parte todos tenemos muy presente lo sucedido en los últimos años con Roberto Bolaño, del que muy pronto no me cabe la menor duda de que veremos publicada hasta la lista de su compra. Tampoco podemos olvidar a Nabokov y la polémica surgida a raíz de la publicación de su inédito El original de Laura 32 años después de haber fallecido y tras haber dejado instrucciones específicas acerca de la destrucción de sus originales inacabados y sus notas de trabajo.
Resulta innegable la existencia de un componente de interés en toda obra, presente, pasada y futura, de aquellos autores destacados por su reconocida solvencia y su incuestionable calidad literaria. Pocas cosas resultan más gozosas y aplaudidas en el mundo de la literatura que el descubrimiento y la aparición de un manuscrito inédito, perdido o desaparecido de alguno de los grandes autores de las letras universales. Y aún así y estando de acuerdo en la premisa, ello no me impide preguntarme: ¿hasta que punto resulta legítimo dar a conocer una obra sin albergar la posibilidad de confirmar la auténtica voluntad del autor respecto a ella o, yendo más allá, albergando incluso la certeza de que eso no es lo que desea el autor? ¿Hasta que punto resulta razonable hacer público un trabajo con el que, quizá, su autor no estaba plenamente satisfecho? ¿La obra pertenece, en definitiva, a su autor o a cualquiera que, en ausencia de este, quiera arrogarse derechos sobre ella? Bien es cierto que existen casos paradigmáticos, como el de Franz Kafka, en el que el hecho de haber incumplido su voluntad supuso el descubrimiento de un valioso legado de indiscutible calidad literaria que, de otra forma, se hubiese perdido irremisiblemente, pero no tiene el mismo valor ni la misma argumentación moral el difundir obras completas, meditadas, revisadas que, por un motivo u otro, permanecieron inéditas a lo largo del tiempo —la cantidad de tesoros que albergan muchos de los llamados cajones del escritor es inescrutable— que traficar con esbozos, divagaciones, obras incompletas e, incluso, obras fallidas sobre todo cuando, en muchas ocasiones, resulta más que evidente que esa jugada ha sido motivada por bastardos intereses comerciales. No es lo mismo rescatar del olvido una obra inédita y desaparecida de William Shakespeare que la desvergüenza que supone poner en orden y limpiar la cara a las notas de trabajo de Robert Ludlum para terminar publicándolas pasadas por el tamiz de un par de negros literarios que rellenan los grandes huecos. Nunca he podido evitar deplorar lo que tiene de obsceno esa peculiar costumbre consistente en el rescate póstumo de esas obras inconclusas una vez que sus autores no pueden defender sus bondades o reparar sus carencias. Estoy convencido de que más de uno se revolvería en su tumba si pudiese comprobar cómo se airean sus miserias literarias. Porque, en muchas ocasiones, esos textos no son más que eso: miserias que, de haber dispuesto del tiempo y la oportunidad necesaria, podrían haberse convertido en grandes obras pero que, en su estado actual, distan mucho de serlo. Demasiado, en más ocasiones de las deseables.
Parque Coimbra, febrero de 2011