Sobre la enseñanza en la Universidad
Por Carlos Javier González Serrano.
You take my life,
When you do take the means, whereby I live.[Me quitas la vida al quitarme los medios de que vivo]
Shakespeare. El mercader de Venecia, IV, 1.
Comienzo por la denuncia de una conclusión. De un tiempo a esta parte la Universidad se ha convertido en el lugar donde la enseñanza de una disciplina –la que sea- ha quedado mediatizada, en tanto que condicionada, por una serie de factores que, en la mayoría de las ocasiones, no tiene nada que ver con el contenido de aquélla, sino más bien con el desenvolvimiento de la misma en el mundo. Sin embargo, esta afirmación alberga algunas consecuencias terribles por lo que se refiere a la dignidad de la Universidad como institución académica por antonomasia que, en paralelo, produce cierto tipo de estudiantado no interesado por lo que se sabe, sino por lo que tal saber puede producir.
En definitiva, los campus universitarios se llenan de técnicos, mas no en el sentido de que el que aprueba una carrera puede ejercer sus estudios qua técnico (es decir, como brazo ejecutor de lo que ha aprendido), sino que más bien aquella noción queda remitida a la necesidad imperiosa del alumno por adaptar lo que parece saber a lo que el mercado parece necesitar –estableciendo un nexo estrictamente relativo, esto es, de medios, entre el saber y la producción.
Nadie niega que el arquitecto haya de conocer las últimas tendencias en edificios modernos, ni que el economista no esté en la obligación de advertir el estado de las bolsas mundiales, sino que lo que aquí se pone de manifiesto es que el saber que precisamente esconde esta necesidad práctica –pragmática, mejor- de sendos trabajadores, queda relegada al establecimiento mismo de tal practicidad: es decir, el saber se convierte en medio del hacer. Y nada más. La Universidad ha perdido su independencia; actúa conforme a un señor, domeñada, castrada: y así, vive resignada su papel de hijastra de la sociedad.
No puedo dejar de recordar en este punto las palabras de Nietzsche en su Tercera consideración intempestiva (por cierto, dedicada en exclusiva a su maestro Schopenhauer y a la enseñanza universitaria): «Ahí está, en primer lugar, el egoísmo de los propietarios, que necesita el auxilio de la cultura y que, por gratitud, la favorece a su vez, pero asimismo pretende prescribir su propósito y su medida. De esta parte proviene esa estimada tesis y razonamiento sofístico que reza más o menos así: “A más cultura y educación posibles, más necesidades posibles; de ahí, más producción; de ahí, mayor ganancia y felicidad”. Así canta esta fórmula seductora. […] Formar el mayor número posible de hombres corrientes –en el sentido en que se aplica “corriente” a una moneda-, éste sería el propósito; y según tal concepción, un pueblo será tanto más dichoso cuantos más hombres corrientes posea. […] Desde esta perspectiva, se odia toda educación que engendre solitarios, que se proponga metas situadas más allá del dinero y la propiedad, y que requiera mucho tiempo». Y, sobre todo, atiéndase al siguiente fragmento, que casi sigue a las líneas anteriores: «[U]na instrucción rápida para que cuanto antes pueda llegarse a ser alguien que gana dinero. A cada cual se le permitirá recibir sólo la cultura necesaria para la obtención de la ganancia general y la adecuada al trato mundano, y esa misma cantidad se le exigirá a él. En resumen: “El hombre pretende a toda costa la felicidad terrena, ¡he aquí para qué y sólo para qué es necesaria la educación!”» (op. cit., Valdemar: Madrid, 2006, pp. 111-113).
No sé si escribo esto enfadado o más bien dolido. Los que nos dedicamos de una manera o de otra a la Filosofía nos quejamos de que nuestra disciplina queda relegada al olvido por diversas razones: aunque la fundamental es a mi juicio la ignorancia sobre ella (a qué se dedica, cuáles son sus fuentes, y sobre todo, cuáles sus aspiraciones), también se puede hablar del influjo empresarial, la manera en que lo gregario se adueña de la opinión pública, la falta de juicio crítico, etc. Me recuerda al hecho curioso de que en España, por ejemplo, todo el mundo es escritor. “¿Y tú? ¿Escribes?”, “Sí, claro, estoy haciendo una novela, aunque no tengo muy claro si es un ensayo novelado o una novela ensayística, pero estoy escribiendo”. Se necesita más gente que lea y menos escritores, de la misma manera que se precisa de buenos profesores de filosofía, y por tanto, de personas que la estudien en los lugares apropiados –en la Universidad…
Esta reflexión no se hace en el vacío. También casi cualquier persona se ve con el derecho de afirmar que es filósofo, todos tenemos “una filosofía” (¡existe hasta filosofía empresarial!, mirad). Y es que no vale con apelar a “lo que se quiere decir”, esto es, no vale con explicar que cuando yo digo “tengo una filosofía” me refiero a que mi modo de pensar es genuino, original, etc. La filosofía es cosa seria, que se estudia -empieza a extrañarme- en las universidades (no en muchas, por cierto). Pero la universidad se “reinventa”, oigan, porque el objetivo es ahora dar un salto hacia (¿)la excelencia(?) de la mano de planes de estudios adaptados a la realidad laboral (realidad laboral, sea dicho, de casi cinco millones de parados), mejorando así la investigación. ¡Mejorando la investigación! ¿Y de dónde proviene tal investigación si no es de las disciplinas eminentemente teóricas? ¿De dónde nacen una psicología, una aeronáutica o una biotecnología, si no es de una filosofía, de una física y de una biología?
«La filosofía responde –explica Unamuno al principio de su principal obra Del sentimiento trágico de la vida– a la necesidad de formarnos una concepción unitaria y total del mundo y de la vida, y como consecuencia de esa concepción, un sentimiento que engendre una actitud íntima y hasta una acción. Pero resulta que ese sentimiento, en vez de ser consecuencia de aquella concepción, es causa de ella. Nuestra filosofía, esto es, nuestro modo de comprender o de no comprender el mundo y la vida, brota de nuestro sentimiento respecto a la vida misma. Y ésta, como todo lo afectivo, tiene raíces subconscientes, inconscientes tal vez».
Se habla también de dar a los ciudadanos las competencias necesarias para afrontar los retos “del nuevo milenio”, fomentando, además, una conciencia y espacio social común (se refieren a Europa…). Pero si lo que se pretende es ofrecer estudios adaptados a las necesidades socioeconómicas, aquellos saberes, explican, han de dejar paso a “lo que sirve”. Hablan de que “todo cambia”: las necesidades laborales, las demandas de la sociedad, los avances en tecnología, etc. ¡Pero nadie cae en la cuenta de lo que permanece! Ni el propio capitalismo habría podido sustentarse sin letras, LETRAS.
Como las latas de sopa de Andy Warhol. Así estamos.
«Sí, sí, lo veo; una enorme actividad social, una poderosa civilización, mucha ciencia, mucho arte, mucha industria, mucha moral, y luego, cuando hayamos llenado el mundo de maravillas industriales, de grandes fábricas, de caminos, de museos, de biblioetcas, caeremos agotados al pie de todo esto, y quedará ¿para quién? ¿Se hizo el hombre para la ciencia o se hizo la ciencia para el hombre?» (Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, I).
Completamente de acuerdo en todo -excepto, quizá, con Unamuno en su úlitma cita.