La primera piedra en el muro de Pink Floyd
Por Diego Puicercús.
El 27 de febrero de 1967 Pink Floyd entraban en los estudios Sound Techniques de Chelsea para grabar los dos temas de su primer single Arnold Layne / Candy and a currant bun. No era ni mucho menos la primera vez que lo pisaban (el 11 de enero de ese mismo año y en el mismo lugar habían registrado una versión de casi 17 minutos de Interstellar overdrive para una película que estaba rodando Peter Whitehead sobre la nueva imagen de Londres), pero en esa ocasión lo hacían ya como banda profesional dedicada en exclusiva a la música. Aunque ellos no lo sabían en ese momento, aquella era la primera piedra de una larga y exitosa carrera.
Nacidos dentro de la clase media-alta de una Inglaterra en guerra, desde el principio tuvieron una idea bastante definida de que era lo que querían llegar a ser, estrellas del rock and roll y no héroes de la clase trabajadora como muchos de sus coetáneos. Por eso cuando Roger Waters, Rick Wright y Nick Mason (que llevaban tocando juntos en diversos grupos desde 1963) reconocieron en Syd Barrett un talento por encima de lo normal, no dudaron en darle el bastón de mando y aceptar, entre otras cosas, una nueva dirección artística, todas sus composiciones y el cambio de nombre de la banda (la fusión de Pink Anderson y Floyd Council, dos bluesmen a los que admiraba).
Se puede decir que The Pink Floyd Sound (como se llamaron en un primer momento) empezaron a rodar oficialmente en enero de 1966 con una serie de espectáculos que se organizaron en el mítico Marquee. Coincide esa puesta de largo con la llegada del movimiento hippie a Londres que en la capital británica se caracterizó, en palabras del batería de Soft Machine, por “reencontrar el espíritu del jazz, es decir, una expresión autentica, salvaje, pero esta vez la nuestra y no la de los negros” (Robert Wyatt). La vocación del grupo desde el primer momento fue rupturista, haciendo de la búsqueda de nuevos sonidos y la experimentación su bandera y en la que Barrett ejercía como el capitán que con firmeza y criterio dirige a su gente hacia una victoria segura.
En ese momento el panorama musical británico estaba protagonizado fundamentalmente por The Beatles, The Rolling Stones, The Who y The Kinks, y ese era el espejo en el que, en función de sus gustos, los jóvenes de la tercera generación de rockeros empezaban a mirarse. Los Floyd en ese difícil momento de cambio social y cultural que estaba sufriendo el Reino Unido consiguieron hacerse con su hueco tras convertirse en el grupo residente del UFO Club. El local empezó a programar conciertos a finales de 1966 y enseguida se transformó en el punto de encuentro del Londres más freak en el que también las rutilantes estrellas se dejaban ver llamadas por la psicodelia y los nuevos sonidos cósmicos que allí se podían escuchar. Ahí es donde se curtieron sobre un escenario (algo parecido a lo que les sucedió a The Beatles en Hamburgo) y donde pudieron sentar las bases de lo que llegarían a ser más adelante, un grupo capaz de improvisar y reinventar sus temas cada noche. Gracias a lo novedoso de esa propuesta, que investiga en la construcción de canciones y en la técnica para lograrlo, se convirtieron en los niños mimados de las vanguardias del momento
Cuentan que en ese momento ya sonaban todas las canciones que formarían parte de sus singles y su primer LP, por lo que las distintas discográficas que aspiraban a contratarles sabían más o menos que era lo que podían esperar de la banda. Ya he comentado que desde el principio sabían lo que querían y en función de eso se comportaban. Así, cuando decidieron dar el salto al profesionalismo, se decantaron por una compañía que se ajustaba a sus necesidades, y cuando entraron a grabar lo hicieron pensando en el éxito comercial tanto o más que en la cuestión artística. Los temas que en directo se alargaban hasta el infinito una vez que pasaron al plástico se quedaron en una duración adecuada para ser radiados y así alcanzar más repercusión. Los conciertos eran para desarrollar ideas, los discos para ofrecer hits a la gente para que luego fuesen a verlos.
Versiones más extensas del “Arnold Layne” circulan en el mercado pirata aunque el single que grabaron ese 27 de febrero, y que significó su pistoletazo de salida en el mercado discográfico, no llega a los 3 minutos. Sus planes se cumplieron, y el acceso de la canción a las listas y las radios fue casi inmediato. Curiosamente a partir de ese momento se acelero el desgaste físico y mental de Syd Barrett y, a pesar de publicar en los meses siguientes un par de sencillos más y un maravilloso álbum de debut, las exigencias del mercado en forma de conciertos, marketing y entrevistas fueron haciéndole entrar en una espiral de consumo de sustancias e introspección que le llevaron a la locura. Pero el auge y caída de Barrett es otra historia y corresponde a otra piedra del muro…