Las brasas
Las brasas
Por Carlos Frühbeck Moreno.
La tramontana de los últimos días de Enero es el insomnio. Son los ojos de la madrugada que pasan del libro a la chimenea y pienso que estos ojos alguna vez pertenecieron al abuelo de mi mujer cuando pasó su último año sentado en esta misma silla. Sus ojos, mis ojos fijos en las brasas. Las brasas son un espejo. Digo que pasó su último año dedicado a alimentar el fuego porque una insuficiencia cardiaca no le permitía estar tumbado y pasó su último año aprendiendo -o recordando- el idioma de la madera que crepita, intentando descifrar, como yo, el mismo emblema cubierto de hollín sobre el mismo muro de ladrillos quemados por esta luz vaga , llena de peso, que es como un susurro inesperado en una calle llena de gente. Afuera las cosas son más reales que nunca porque es el viento y no la luz quien dibuja sus contornos. Afuera, todas las ventanas están a oscuras y algo así como una respiración limpia atraviesa los cables de las luces de Navidad apagadas, que acaban por dar latigazos al vacío en la plaza. Una respiración pura nombra las copas de los aligustres del jardín como una cabellera que echara de menos a una mujer anciana. Me gustaría pensar que el viento también conoce las palabras de los hombres, que del viento aprendimos nuestro lenguaje.
En mi libro, Montaigne habla con la boca de otros, ordena las palabras de otros que desaparecieron mucho antes que él. Habla de la necesidad de tener siempre presente a la muerte en nuestra vida, de reflexionar continuamente sobre ella, de consolarnos pensando que anula todo sufrimiento, que es la propia muerte quien se lleva nuestro miedo, que es de idiotas planear tu vida como una fuga del único destino que comparten todos los hombres. Las notas a pie de página hablan de Séneca y de Lucrecio y las brasas que aún no han caído del tocón de leña tienen contornos a veces claros o a veces borrosos, cambian, tiemblan porque lo único que desean es apagarse, entrar en la oscuridad, ser humo. Lo hacen según el ritmo de la prosa y marcan cada acento, cada cita de Las cartas a Lucilio o de La naturaleza de las cosas con un crujido. Las brasas son un espejo.
Leo siempre el mismo ensayo de Montaigne durante estas noches de tramontana, cuando tengo miedo. Hago lo que tantos que pasaron por esta casa: me siento delante del fuego y le pido al viento de fuera que me deje oir la respiración de mis hijos en la habitación de atrás y las brasas también son un espejo que respira, que se consume, que echa chispas cada vez que está a punto de nevar.
Pienso que el abuelo de mi mujer construía dirigibles a principios de los años treinta, que era un ingeniero que pilotaba aviones durante su primer vuelo, que amaba volar, ir lejos, escapar y me pregunto que qué es lo que queda de sus ojos en estas brasas, qué es lo que queda de la altura en estas brasas. Vuelvo al libro, me quito las gafas y veo cómo las letras se hacen borrosas como si fueran brasas. Parecen algas grises que mueve una corriente submarina. Las líneas pierden su significado, se transforman en humo.
Me digo que las líneas borrosas de una página de Montaigne son como un centro comercial en una tarde de Domingo. No entiendes nada. Escuchas las voces agudas de los niños delante de la cartelera de los cines, los besos peinados con gomina de las parejas de novios adolescentes que suben las escaleras mecánicas, las voces cascadas por el tabaco de los ancianos que acompañan a las ancianas a la tienda ropa para bebés, los tacones enjoyados contra las baldosas pegajosas, los zapatos planos de las encargadas del supermercado, el brillo de los tubos de neón sobre un escaparate de gafas de sol, la entonación asombrada de dos o tres idiomas desconocidos y todo a tu alrededor es un inmenso susurro, inmenso como las líneas borrosas de este libro delante del fuego que te dice que cuando dejas de entender las palabras, cuando sólo son eco vacío porque sus significados escapan, que cuando la escritura es sólo un alga submarina llega el momento en que se estás más cerca de la verdadera naturaleza de las cosas. La escritura de Montaigne ya no te habla de la muerte, nadie te habla de la muerte en el recuerdo de un centro comercial. Te dices que la verdad está en la escritura que no se puede leer, que se transforma en objeto, en algarabía. Se trata de algo más allá de los significados. A tu alrededor sólo hay un susurro, estás como dentro de una esfera en la que no pueden entrar los significados y escuchar es una simple huida de las palabras que nunca fueron tuyas, de los consuelos que los otros te obligaron a aceptar. Detrás de los susurros, del eco, de las líneas borrosas hay algo enorme, que no tiene una forma fija, que tiene la consistencia de estas brasas que son como un espejo y que se encienden o se apagan siguiendo ahora el ritmo de tu respiración y no de las palabras de los libros. Se trata de algo que es a la vez hermoso y terrible, más grande que esas palabras que se desgastan, que pierden un trozo de barniz cada vez que nos escondemos detrás de ellas: destino, amor, muerte, esperanza. Algo cuya sola presencia es capaz de cambiar todas las leyes, de hacer que nada sea igual.
A veces pienso que dejé mi casa, que me fui lejos con el único objetivo de perder el idioma de la infancia, de corromperlo con otras lenguas, de hacer que se apagara poco a poco, que se transformara en humo como estas brasas. Quería ser libre porque es sólo la avidez y el miedo lo que se esconde detrás de las palabras, de la gramática con la que nos obligaron a vivir. A veces pienso que tendría que bastar con cerrar los ojos para ser el ruido de la tramontana al otro lado de las ventanas, el crujido de las brasas que poco a poco se consumen, la respiración de mis hijos, las líneas de un libro que pierde su significado y los ojos de alguien que murió mirando al fuego, de alguien que quiso volar y pasó sus últimos días delante de estas brasas. Que con eso tendría que bastar para dejar de hablar y de temer. Que sólo así descubriríamos la verdad. Pero es inútil.