Poesía que se mueve

Por Isabel Camblor.

El poeta Milos Forman es un dador de vida al que el mundo conoce como el cineasta Milos forman. Pero yo digo que es el poeta: el hombre que vuela sobre el nido del cuco, que aguza sus alas y las agita hasta hacer vibrar a quien se deje poseer, resbala desde el vientre, acaricia genitales frondosos, echa finalmente su ancla y produce un espasmo hondo y poderoso que dura hasta el último fundido en negro.

Pero como en la poesía que se mueve no hay rimas, no hay estrofas, no hay perfil de juglaría, no hay Sistema, Milos Forman engendra desde las tinieblas, como Dios; y así es como surge el Poema más lúcido. Un poema lucido que sin embargo escribe, también como a veces dicen que hace Dios, sobre renglones torcidos. Sobre renglones torcidos danzan McMurphy, Taber, Frederickson, Martini, Mancini… Hay un batallón de locos sentados en corro: la señorita Ratched -gran dictadora con cofia- preside la rara asamblea sentada en una silla de mimbre tierno. Los ojos de Mc Murphy, indecentes y marrulleros, sobresalen por encima de todo el muestrario de ojos lunáticos; Harding; Martini; Fredericson -genial, alargado y oscuro, clavadito a un personaje salido de un cuadro de El Greco, casi elegante si no fuera porque está como una cabra y eso le resta prestancia-; tan genial Frederickson como pueda serlo Taber, el loco perfecto. Taber manga por ahí una colilla encendida y la guarda en su calcetín, se quema el tobillo, grita, se arma el caos, la terapia de grupo se convierte de pronto en el partido de baseball que la Ratched no les permitió ver. Al fondo un viejo flaco, indiferente al numerito, golpea con su bastón un  puchingball. Sólo Jefe Bromden, vertical como un tótem que apunta al cielo, está mudo y expectante. Eso es poesía, o al menos yo lo percibo así.

También percibo poesía en que Salieri ofrezca su castidad y su música a un dios que no ve con buenos ojos su sacrificio y por tanto no permite que el humo suba hasta los cielos; el humo se derrama, como el de las inmolaciones frutales que ofrecía Caín a Yahvé. Dios prefiere a Abel, su humo es el humo de un justo, sube erguido y recto hasta Él. Abel, para Caín, debe ser un espantajo merecedor de un réquiem. Mozart, ese espantajo con risa de octogenaria que transcribe la Música que le va dictando el mismo Dios, tendrá su réquiem también.

Pero el más bello de sus poemas, lo creó Milos Forman en «Hair». Sobre una mesa vestida de gala y rodeada de comensales distinguidos, produjo un poema magistral, esta vez con estrofas, como una elegía. Una mesa fastuosa encima de la cual un melenudo baila jurando que tiene cuerpo, hermano; tiene ojos, hermana; tiene muchísimas cosas. Y las va nombrando todas mientras desbarata la mesa burguesa.

Demasiada casualidad que los únicos tres poemas que yo haya sido capaz de distinguir en el cine estén firmados por el mismo autor: Forman. ¿Será que soy mujer de un solo hombre? ¿Será que me queda mucho cine por descubrir?

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