¿Cuántos libros te caben en el bolsillo?
Por Guillermo Aguirre.
De nuevo y sin saber por qué, como una marea persistente, en las dos últimas semanas vuelvo a oír hablar de los libros digitales tales como el Kindle, el Reader o el Ipad. De nuevo se vuelve a hablar de si lo uno se llevará (como una marea persistente el tablón del barco naufragado) el papel a otras latitudes, o ambos, cacharro y papel, convivirán en un mundo futuro. El debate en sí me cansa, quizá porque ante la visión apocalíptica post-postit de nevera se me ponen por corbata y porque, como freak del libro, me opongo por principio, como aquella nobiliaria estirpe de soldados prusianos, a toda imagen de progreso. El signo de los tiempos nos traerá muchos cambios y lo único que espero es no contarme entre los vivos cuando pase de veras, cuando los imanes de la nevera sean digitales.
La nuestra, la mía, es una generación de frontera. Internet y los ordenadores nos pillaron con quince años y la cama sin hacer. Controlamos a nivel usuario, comprendemos el placer de una BlackBerry, de un Kindle, de un Mac o de un Ipad, y en sí misma nos gusta su sorprendente y apabullante actividad. Por otro lado, aún compramos los libros en papel porque somos lectores, porque queremos escribir (o intentarlo) porque el papel sacia la necesidad material de la compra y lo virtual sacia menos, pero mucho menos, ese placer de posesión a lo síndrome de Laercio. En sí mismos los conceptos son excluyentes y contradictorios: virtual/material. Uno de los dos no satisface del todo nuestra segura necesidad de consumo, ese delirio a lo Gollum por el tesoro recién adquirido.
Recuerdo aquel capítulo de Futurama en el que Fry y sus compañeros regresaban a la Universidad de Marte. Allí estaba la biblioteca de altos techos que atesoraba, sobre dos columnas jónicas, apoyados en sendos cojines, todo su contenido: un disco DVD con la “ficción” y el otro con la “no ficción”. La sola imagen de aquel vacío aséptico me trae un romántico desaliento, como la sopa de ajo venida al recuerdo a fuego lento.
Es seguro que el libro digital tendrá un fantástico uso para todos esos lectores no freaks de la materia y para la gente allegada al sector que lo requiera por cuestiones, llamémoslas, empresariales. Sus solas previsiones de venta y su crecimiento al 280% anual lo dejan claro como el agua, pero conviene preguntarse por las catástrofes allegadas al proceso. En esta época liquida de consumo voraz y absoluta dispersión, en la que yo estoy a punto de capar Internet del portátil para poder trabajar a gusto, en la que escribo de pie porque en el salón tengo activada la videoconsola y voy de un lado a otro como una gallina clueca, en la que conozco a algún escritor -cuyo nombre no daré- que tiene que arrancar el wifi a primera hora de la mañana y dárselo a su mujer para que se lo lleve en el bolso y así no caer en la más virtual de las tentaciones, en esta época, digo, el libro en papel es uno de los pocos soportes que aún presenta unidad y continuidad: una profunda capacidad de ser sopesado, pesado (literalmente) y leído sin escapatoria. Su minusvalía para ser otra cosa (cualquiera) que no sea un libro, es una garantía de buen hacer. Aquí o lees o te vas, no hay sitio para jugar al buscaminas.
Los soportes digitales, sin embargo, son tan multifuncionales que traerán un seguro desorden a la lectura: leeremos a Dostoievsky mientras consultamos en la web, mientras leemos a Brodsky e intentamos escribir un sms en verso a nuestra pareja dejándole claro que:
Llegaremos tarde.
Nos quedamos sin batería,
por favor,
llama al teléfono fijo
de tal y cual,
pascual.
Así no entraremos en los textos y de seguro los textos tampoco entrarán en nosotros.
Esto ocurrirá. No es una amenaza ni una visión escalofriante a lo Ballard, sino un suceso lógico y contrastado y, probablemente, con ello cambie la literatura, como cambian los lectores y su hacer. Pero nada de ello cambiará lo más importante de este asunto: si ya se publican muchos, demasiados, libros en papel, ¿que pasará cuando el soporte se abarate? ¿No se publicarán libros como se hacen salchichas? ¿No bajará aún más la calidad? ¿Quién o qué sentido económico regulará los departamentos de lectura de las editoriales y sus criterios siempre afines al número de páginas y la tirada de ejemplares?
Y es que, a veces, la escasez es tan mala como el exceso, y en el supermercado de los libros, nuestra compra semanal seguirá reduciéndose a los mismos autores fetiche de siempre, sólo que, para encontrarlos en las baldas nos lo habrán puesto un poco más complejo entre tanto título nuevo: intentaremos coger los productos con las manos, pero de tan virtuales, se nos escurrirán entre los dedos.
No estoy tan de acuerdo con las miradas apocalípticas sobre la muerte del libro. Va a pasar lo mismo que pasó con la música y la gente, mientras más lea, mejor. El libro va a seguir viviendo igual, así que tranquilos.
Mi mirada no pretendía ser apocalíptica (más allá del romántico lirismo) más bien quería hablar de un problema que de cierto se dará en los lectores: Una segura dispersión mayor en la lectura. Problema este que cambiará en cierta medida también la labor de los escritores. No es un secreto, ya pasó antes en la segunda parte del siglo XX con el cambio en las rutinas del ocio, el exceso de trabajo y la sociedad compulsiva moderna. Ciertas corrientes estilísticas y literarias del momento han sido reflejo de esos cambios en las pautas sociales (véase la generación Beat, la formula fragmentaria de algunos postmodernos o el retorno del relato de fácil consumo en los trayectos del metro). Leer a Tomas Mann es algo que ya sólo se le ocurre hacer a uno en sus vacaciones, y sólo si tiene vacaciones de funcionario. Esa dispersión irá a más y la literatura se reinventará de nuevo. Mal y peor, claro, pero eso porque soy un romántico y todo tiempo pasado, en fin, todo tiempo pasado fue sin mi, y eso no se lo perdono.
Eco gusta de decir que el libro es ya una estructura perfecta, un artefacto sin mejora posible, ¿para qué cambiarlo entonces? No obstante, pienso que es al revés: la dispersión de la que hablas hará que se vuelva a los clásicos, es decir, ya que no conozco al notas este que publica cuasi-blogs para el metro, pero la vida es corta y Mann un valor seguro…
No será tan terrible, como dice Maria José, pero tienes toda la razón en que la visión produce una «noire melancolie» con visiones vastas y desnudas aunque estén llenas, que no reconfortan nada. Como si las almas vagasen por las calles sin un cuerpo al que aferrase.