Eva Futura
Por Alfredo Llopico.
No podemos decir que una imagen tan despojada de rodeos como la “Eva Futura” de Álex Francés sea una obra complaciente, sino descarnadamente realista y completamente ajena al tradicional estándar de belleza. Al igual que en el trabajo del japonés Manabu Yamanaka su mirada percibe el lado menos obvio de la belleza para detenerse en otro aspecto, el de la dignidad que acompaña al hombre hasta el fin de su vida.
En el trabajo de ambos artistas una mujer de edad muy avanzada, de pie, fotografiada en blanco y negro, aparece desnuda frontalmente, sin ocultar nada, ante un fondo completamente neutro desprovisto de cualquier adorno. Sin embargo, es curioso que tras la primera reacción de sorpresa o rechazo que nos provoca ver esta imagen, descubramos la empatía que nos produce la visión de la fragilidad. Y quizás, inmediatamente después, el fastidio –íntimamente unido a la conciencia irrevocable de que estamos viéndonos a nosotros mismos en el futuro– en el hipotético caso de ser afortunados y vivir mucho tiempo.
Tratamos de eludir ver la representación de la propia impermanencia, del propio deterioro, de la propia imagen previa al adiós definitivo. Y aunque nada de lo que vemos en «Eva Futura» es visto con naturalidad, la realidad es que todo lo que vemos es natural. Deseamos ver hermosura, juventud, armonía, salud. Deseamos que nos ayuden a mantener la ilusión. Pero Álex, como Manabu, en cambio, nos muestran la realidad… Tal vez nos estén ofreciendo una oportunidad. La de ver las cosas simplemente como son, sin asustarnos.
Un amigo me dice que el vacío avanza y crece a nuestro lado, que no hay que privarse de todos los sueños y amores que se puedan tener, porque el tiempo pasa volando, porque tomamos consciencia de la vida y empezamos a sentir la angustia de la rapidez con la que pasan los años y entonces la única manera posible de vivir es con la conciencia del dolor y de que todos compartimos el mismo destino de vivir nuestras vidas con el miedo a envejecer y morir. Para mí fue inevitable recordarlo tras encontrarme de nuevo hace unos días con Ana María Matute. Una mujer que a pesar de estar en lo más alto que las letras hispanas han concedido estar a ninguna otra mujer, tiene el rostro desdoblado entre lo que ella es y la orografía impuesta por la vida. «El sufrimiento me ha marcado la cara, pero también la risa me ha dejado arrugas», afirma. Porque la vida es para la escritora una equivocación maravillosa en la que siempre hay belleza.
Hace unos días, en el incomparable marco del Teatro Principal de Castellón, hemos tenido la oportunidad de comprobarlo.