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Celos de salón y el Facebook dormitorio

Por Graciela Rodríguez Alonso.

Foto: Marcel Proust.

Si digo salón deberíamos pensar en Proust y no en Ikea, en los Guermantes y no en los Rodríguez, en bailes de máscaras y veladas musicales en lugar de en zapping en busca de  algo que ver cuando no hay fútbol o en vagabundeo por Youtube.  No es que los Rodríguez no dispongamos de salón (pequeño) y no podamos organizar una soirée, “Os espero mañana en mi salón…” ¡Qué bonito sería ver pelearse a unos y otros por recibir invitación! Por eso, por culpa de Marcel y su amigo Swann seguimos hablando de salones en esta época de mini apartamentos y, como mucho, salón-comedor y descubrimos que, a principios del siglo pasado, la asistencia a determinados salones ducales, principescos o nobles sin más detalles, otorgaba tanto prestigio como la  ausencia a salones a los que sólo acudían los que necesitaban ver su nombre impreso en el Gaulois para sentirse elegantes. Las personas se dividían en dos grupos: las “imposibles de recibir” o las muy recomendables para ser recibidas. La pertenencia a uno u otro grupo podía cambiar de la noche a la mañana, como le ocurrió a Swann cuando decidió defender a Dreyfus.
Pero hoy, seamos Rodríguez o Mendiluce del Alba,  la vida transcurre entre el cuarto de estar del Starbuck de la esquina y el Facebook dormitorio y ahí ¿cómo vamos a bailar o a conocer los entresijos de lo que no se ve a simple vista? Para poner en marcha un salón, caray, lo primero que hace falta, además de fortuna o noble apellido, es espacio que permita el amplio movimiento de tantos invitados ilustres vestidos de gala o disfrazados y, por supuesto, hace falta tiempo.
¿Tiempo por qué? Pues tiempo para conocer genealogías familiares o indagar en ellas generación tras generación; tiempo para aprender el significado oculto de los gestos, para traducir la verdad de las mentiras y para mantener conversaciones sin desear que finalicen nada más empezarlas dada la importancia de las habladurías en el desarrollo de las relaciones sociales. Nosotros, porque no tenemos ni tiempo ni espacio, hemos inventado los salones virtuales donde caben millones de desconocidos con nombre falso y vidas avatares y nos creemos casi todo lo que nos cuentan y lo que contamos. Ya no nos detenemos para averiguar qué fue del tiempo perdido empleado en tareas, la mayoría de las veces, ajenas a nuestra voluntad. Lo que no paramos de buscar es tiempo para perderlo a conciencia vaya cada quien a saber en qué. El narrador de Celos lo empleaba en convencer a su amada Albertine para que acudiera a verle y poder así acariciarla y besarla sin fin, o eso soñaba él, y en reflexionar acerca de las causas que ella siempre ofrecía para no acudir y que él conocía de sobra pero prefería ignorar para seguir sufriendo y deseando aún más a Albertine. Entre salón y salón, Albertine. Y en cada salón  los celos del título nobiliario ajeno, de la fortuna heredada por otros, de la belleza de la duquesa y amante de moda, de la ansiada y aún no recibida invitación al baile del año. Quién sabe, tal vez… aún queda tiempo.
Celos de Marcel Proust ha sido publicado por Gadir Editorial, Madrid, 2010

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