Más allá de los boyardos

Por Savonarola Brown.
Hasta hace poco pensábamos en lo por venir. Teníamos el ansia de lo que no conocíamos y soñábamos a todas horas con ello. Queríamos el amor, la muerte. Queríamos disfrutar del placer extremo que lleva al dolor y que te retuerce y te hace volver sobre tus pasos para terminar deseando no haber abierto esa puerta.
Algunos dicen: “Éramos jóvenes”. Otros, lo verás, dicen con añoranza: “Éramos tan felices”.
Fuese como fuese, ahora te miras en los pasos y piensas en las primeras veces. Cada vez hay más recuerdos de comienzos que ansias descubrir. Y esto es así siempre.
Recuerdo la primera vez que vi una película de Eisenstein: El acorazado Potemkin (1925), una obra maestra que había que ver. Y recuerdo también sacar el VHS de la biblioteca y poner la película en el televisor del cuarto de estar. Por descontado que me aburrí. Quizá sólo me resultó interesante el festín de esa masacre final en las escaleras del puerto de Odessa. Y también, quizá, el rostro de la anciana con las gafas rotas y el carrito con el bebé descontrolado.
Recuerdo la primera vez que compré un libro de cine. Era una librería de cine dentro de un cine. Curiosamente, se trataba de YO, memorias inmorales 1, de Eisenstein (Siglo XXI, 1988). Recuerdo empezar a leerlo arrebatado y recuerdo volverme loco buscando todas las películas que se citaban. Lo más difícil de lograr fue su etapa mexicana, pero lo logré. ¡Que viva México! Recuerdo ver toda su filmografía en una única semana.
En el libro aparecen reflexiones sobre su vida, sus viajes y su poética. Hay una ambivalencia entre el megalómano y el hombre inseguro y un montón de referencias cruzadas: desde Rin-Tin-Tin a El Greco, pasando por Gogol, uno de sus escritores predilectos. En Las creaciones de Daguerre, hace balance:
La memoria guarda una enorme cantidad de impresiones sobre los primeros encuentros.
El primer encuentro con Bernard Shaw.
El primer rascacielos.
Los primeros encuentros con Mack Sennett y Gordon Craig.
La primera vez en el metro (París, 1906).
El primer encuentro con la reina de las rubias platino, Jean Harlow, con un fondo de pavos reales, sobre una balaustrada de mármol, que rodeaba el agua azul de la swimming pool del hotel Ambassador de Hollywood…
[…]
Recuerdo también claramente mi primera película.
Fue también en París. El año 1906.
A los ocho años de edad vi por primera vez una película, y por primera vez también, una obra de Méliès[1].
[…]
Todos estos pequeños encuentros, cada uno a su manera, están señalados por su intensidad.
También recuerdo el impacto de la primera vez que vi al Terrible. El miedo que me infundían los boyardos, la rotundidad del título aquel: La conjura de los boyardos. Y en ruso: Boyarsky zagovor. Más seco y lóbrego aún.
Había en la mirada de Cherkasov una trasgresión nueva. Era como si Cherkasov, siguiendo el drama vital de la vida de Eisenstein, fuese capaz de comprender la profundidad de cada gesto, la amplitud de sus movimientos para, de ésa forma, crear sombras absolutas, sombras capaces de dominar el alma de un pueblo. Y todo gracias al miedo.
En las memorias de Eisenstein, cuando explica por qué se convirtió en director de cine, hace una reflexión sobre sí mismo a través de sus temáticas. Viene a explicar que en todas ellas hay masacres, muerte y grandilocuencia. Y añade al final:
Y no es en absoluto casual que durante muchos años ocupara mis pensamientos y fuera mi héroe preferido el mismo zar Iván Vasilievich el Terrible.
Hay que decir que como autor soy poco atractivo. Pero es interesante que, precisamente en el guión sobre el Terrible, aparezca una especie de autoapología del autor.
[…]
En el guión se muestra cómo la suma de las impresiones infantiles favorece la creación de una causa social o históricamente útil, lo cual sucede cuando el complejo emocional formado por estas impresiones coincide, en el orden de los sentimientos, con aquellas que en el orden de acciones racionales y volitivas debe realizar el adulto.
[…]
Si una serie de traumas de la infancia coincide, según su índice emocional, con los problemas que enfrenta el adulto, desemboca en un bien.
Éste es el caso de Iván.
Considero que en este sentido tuve suerte en mi vida.
Si resulté necesario a mi tiempo, en la parcela en que trabajé, fue justamente por la forma en que se definió mi individualidad.”
No se puede añadir mucho más a esto. Quizá un “¡guau!”. Pero sí que se puede observar la clarividencia del creador con su presente. Eisenstein sabía lo que hacía.
Volviendo al recuerdo: recuerdo la primera vez que busqué la tercera parte de Iván el Terrible. A pesar de saber que no estaba terminada, pues Eisenstein murió antes. A pesar de ello, recuerdo ésa insistencia. Recuerdo la segunda vez que busqué si había una forma de conseguir ése pedazo de película que se iba a llamar Las batallas de Iván, y que contaría la infancia del tirano. Recuerdo descubrir que se habían grabado 800 metros de carrete.
Lo que no recuerdo, porque no lo he conseguido aún, es ver ése trozo de película que explica de forma incompleta de dónde proviene el Mal.
Así que, mientras tanto, aún queda algo por lo que mirar hacia delante: una búsqueda.


[1] Se refiere a Les quatre cents farces du diable (Méliès, 1906). http://www.youtube.com/watch?v=eBNyGfMl9zE

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