"Constatación brutal del presente", de Javier Avilés [Libros del Silencio]
¿Quién ahora sino yo? Aunque no sé qué yo. Me imagino avanzando por túneles húmedos, arrastrándome por tuberías estrechas, mimetizándome con una maraña de cables y tubos, lleno de polvo y suciedad posados sobre mí a lo largo de los años. Sobre mi ropa, sobre mi arma. Tengo un arma. Aunque no sé por qué yo. Me observo desde mi posición. Hace años que me observo enredado entre cables y tuberías; me observo mientras trabajo y mientras escribo y mientras me camuflo fingiendo no ser yo, construyendo una ficción en torno a la ficción. Todo acabó, durante trece años todo acabó. El texto demostró la imposibilidad de narrar, la imposibilidad del narrador. Luego lo intentó otra vez. Lo vi desde mi posición entre el polvo y la mugre, vi cómo lo intentó y fracasó. Quizás sería mejor acabar con el lector para reinventar la narración. ¡Acabad con todos! ¡Lanzad la bomba! Parece que al final ocurrió, ya no me veo desde mi escondite. Preparo el arma. Me veo escribiendo sobre la muerte de la narración, sobre la muerte del lector, sobre la imposibilidad del narrador y del lector; luego no me veo más. Veo a un hombre con una chaqueta marrón raída avanzando apresurado con unos papeles en la mano, gritando «¡Así no, imbécil, así no!». O algo parecido. Era la constatación brutal del presente según ha quedado ya recogida. La idea era como sigue. Se empezaba por el final. Primero la imagen de tres hombres caminando por un paisaje en ruinas. Tal vez evocara la descripción de una idea literaria a propósito de una novela que nos conduce al caos y la destrucción. El Apocalipsis está por llegar. No en nuestro tiempo, en el narrativo. Primero, los hombres y la constatación de la destrucción y la búsqueda de la cúpula (La Cúpula). Después (antes, cronológicamente), la Sección 9 en La Cúpula, donde el fracaso de un experimento coincidía y concluía con la destrucción total. Se narraba desde una conciencia múltiple, no la de un narrador colectivo sino la de un único narrador con la mente y el comportamiento de un enjambre. El narrador debía morir, el lector debía morir. Desde esa perspectiva la única narración posible era aquella en la que todos los narradores fuesen los propios lectores. Demasiada repetición del concepto. Creo que todavía estaba en construcción cuando todo terminó. El primero y, por tanto, el último de los relatos versaría sobre un documental de Allen Smithy,Sigma Fake.. Desde mi escondite vi cómo lo escribía. Ahora no hay nada que ver. Una fábrica vacía en los sótanos de La Cúpula en la que la inercia del sistema automático hace que las cajas de madera circulen en un bucle sin fin por cintas transportadoras. Aun así mantengo el arma limpia y preparada. Me llega un hedor a podredumbre y descomposición de las cajas circulantes. Soy yo, aunque no sé qué yo. Sigma Fake es un documental que trata sobre la realización de un acto acrobático en lo más alto de un edificio. Como se dice en el texto: «La intención del director, apoyado en numerosos testimonios y documentos, es demostrar no tan sólo que dicho acto no tuvo lugar jamás sino que, en contra de lo que todo el mundo cree, el edificio nunca existió, constituyendo él mismo, su inexistencia, la ferviente creencia en la solidez de su construcción y la trágica catástrofe que lo destruyó símbolos de la falsedad de nuestros tiempos y anuncio de nuestro fin». Nuestro fin. Vuestro fin. No. No todos hemos terminado. Veo al hombre del traje marrón. Lo vi. Vi a tres ridículos personajes apestando a humo, con ridículas máscaras (de cerdo, de pájaro y de nada), huyendo de un hombre con disfraz de koala. Ésa era otra historia. La nuestra, la mía, la del yo que observo y la del otro que cree ser a través de sus textos acabó, no tiene sentido volver sobre ella. Alguien lanzó la bomba, nos exterminó a todos. Puede que no fuese una bomba. O sí, no importa. Lo que importa es que Allen Smithy demostró con su documental la ficción de la realidad. La inexistencia del edificio no evitaba que la gente siguiera creyendo en la veracidad del acto realizado sobre él. Para el director, la denuncia se centra en la ficción que crean los medios y que se asume como real. Para Smithy, el Edificio y el acto artístico-terrorista que jamás tuvo lugar y que fue retransmitido en directo a todo el mundo son ficciones como, por ejemplo, los extensamente documentados asesinatos de presidentes o la existencia de La Cúpula como última esperanza para la humanidad. Tiempo después, el narrador visita a Smithy para entrevistarlo. Esa parte no está escrita, pero es la paradoja con que culmina el relato sobre Smithy. Le entrevisto. Unos dicen que lo hice en un rancho-búnker en un rincón innominado de Nebraska; otros, que la entrevista tuvo lugar en un chalet de la costa levantina. Recuerdo el olor de la casa, a la mujer de Smithy, un perro diminuto que corría enloquecido, el sabor rancio de las pastas con las que acompañamos el café (ellos tomaron té). Todo está relacionado. Quizás no. Quizás acaricié al perro y luego cogí las pastas. Todo era nauseabundo. Smithy gesticulaba excesivamente mientras hablaba. Su mujer, en contraposición, simulaba ser una estatua ajada y fumaba sin cesar, apagando los cigarrillos nada más encenderlos, como si alternativa y compulsivamente desease y aborreciese fumar. Era un búnker, ya fuera en Nebraska o en Alicante. No importa ya, todos estamos muertos. O al menos hace rato que no veo a nadie desde aquí. Pero esta parte no está escrita todavía. Dejemos el polvo y las tuberías y los cables y volvamos al olor a cenicero y al perro que se apoyaba en mi pierna mientras el café, y las galletas, y me limpiaba disimuladamente la mano y preguntaba a Smithy sobre el poder de la imagen para inventar la realidad, y Smithy hablaba de la verdad sorbiendo lentamente su té, la verdad nunca filma da, nunca narrada más que por unos pocos tomados por locos. Pero, le digo, el mundo tiene los días contados, ¿no cree que la verdad debería salir a la luz?, ¿no cree que los dirigen tes tienen el deber moral de revelar la verdad antes del Fin? Y Smithy sonriendo irónicamente pensando su respuesta y concluyendo que la mentira, el engaño, el montaje han sustituido completamente a la verdad, que la realidad tal como la entendemos es una ficción sobrepuesta a los hechos, a la auténtica realidad. Yo le digo que es algo extremadamente complejo y difícil de aceptar que existan dos realidades, la verídica, que podríamos llamar auténtica, y la ficticia, que se constituye en la única y aceptada realidad; que hacen falta pruebas, y que su documental, con todo respeto, es considerado por muchos un ingenioso ejercicio de retórica que busca crear una paradoja considerando ficticia la auténtica realidad, pero que el argumento que intenta demostrar finalmente se vuelve en su contra. El director parece enfurecido, habla de toda esa «caterva de ignorantes al servicio del poder cuya mayor falta es aceptar como verdadera cualquier consigna que provenga de sus superiores sin cuestionarla ni analizarla». Pero eso, le digo, ¿no es, más o menos, lo que pretende que acepte el espectador de su documental? «Las pruebas que aporto en Sigma Fake son concluyentes », dice tan tajante que el perro se sienta y fija su mirada en Smithy por primera vez en toda la entrevista, y se crea en la habitación un silencio incómodo que refuerza sus palabras: «El Edificio es tan falso como todos esos atentados que nos llevaron a las guerras, como los magnicidios retransmitidos en directo, tan falso como La Cúpula». Me río, enterrado en polvo, enredado en tuberías y cables, todavía me río. Pero, le dije, La Cúpula existe, yo he estado en La Cúpula, realicé un reportaje hace unos meses. El silencio se quebró. No recuerdo cómo abandoné el búnker. No recuerdo. Es curioso el tema de la memoria. Recuerdo cosas con una luminosidad pasmosa y otras como veladas por la bruma. Recuerdo cosas que no he podido vivir y no recuerdo cómo avancé por túneles húmedos, tuberías estrechas, entre un
a maraña de cables y tubos, o lo recuerdo como una ficción ajena. Diría que no es un recuerdo mío, pero estoy aquí enterrado en polvo y suciedad. Así que me observaba trabajar y escribir, mime tizado con los desechos, y lo hice durante años. Todo debe ocurrir simultáneamente: el principio del Fin, el mismo Fin, y lo que ocurre después del Fin. ¿Sobrevivieron los Smithy? Creo que no. Creo que murieron con mi risa, cuando les dije que La Cúpula existía y la sala donde tomábamos café (ellos té) se quebró como si la historia, la puñetera narración que me había visto escribir desde mi escondite, estuviese siendo proyectada sobre un cristal que se rompió violentamente. Joder, debería haber salvado al perro, incluirlo en la narración dando pequeños saltos mientras sigue a los hombres, uno con un traje raído, otro acarreando bolsas de plástico, otro con un disfraz absurdo. A veces me gustaría, desde mi escondite polvoriento, susurrarle cosas al oído mientras escribe, decirle, decirme, «Incluye al perro, coño, incluye al perro». Y a Dorothy, ya que estamos. Una vez me susurré sobre un hombre que estaba en una camade hospital y que no sabía quién era, su memoria era lo que escribía. Escribía «Mi nombre es Nuestra Señora de Covadonga», y ya no recuerdo más. Después había una trama, pretendidamente siniestra pero prácticamente ininteligible, sobre abducciones e hipófisis extirpadas. No sé a qué viene todo esto. Ah, sí, formaba parte de los papeles de Nuestra Señora de Covadonga, un texto que le había impulsado a dejar de escribir, o algo parecido; formaba parte de una subtrama que he olvidado y que ahora ya no importa. Decía así:
Poco antes de decidir destruir todos sus textos —quién sabe si el hecho fue determinante—, pudo oír una conversación entre dos lepidopterólogos en un café de Ginebra, inevitablemente frente al lago Lemán:
—Es usted cruel.
—Y usted un ingenuo.
—Su amoralidad confunde a sus lectores.
—Los lectores deben ser adocenados, pero ésa es otra cuestión. Hablemos de usted y de sus deseos de convertirse en una obrera dentro del panal. Esa ridiculez sí que confunde al lector.
—Claro, no puede verlo de otra manera un ególatra como usted, que se considera la reina de la colmena.
—Se equivoca, amigo. No pretendo ser la reina. Aspiro a ser Dios.
—Por eso se arroga el derecho a atrapar a indefensas mariposas, a despojarlas de su belleza natural clavándolas en un corcho.
—La belleza persiste, multiplicada. Es de idiotas no verlo así. La belleza del animal unida a la de la caza, a la de su exhibición, a la de su perfección imperecedera. No como sus rígidos haikus.
—La belleza espiritual debe estar por encima de la artificial, aun de aquella que nos proporcionan la literatura, la poesía…
—Déjese de sandeces místicas. Todo el mundo sabe que esos haikus y esas leyendas orientales con las que siempre nos atormenta se las cuenta su mujer… Usted ni siquiera conoce el idioma de esas narraciones. Es usted un copista, un triste y pretencioso amanuense.
—Y usted… Y usted… Usted es… Todo el mundo sabe que es su mujer quien realmente escribe sus novelas… Usted es, señor mío, un payaso, un personaje ridículo y pomposo…
(Una taza de té se rompió)
«Una taza de té se rompió…» Por eso recordé el texto. Por los Smithy y esa sala donde tomamos té (yo café) y que se quebró ante la revelación de la verdad, cuando comprendieron que la falsedad impuesta por el poder los había alcanzado en su refugio. Y los había matado. No, no sobrevivieron al apocalipsis. Uno de los lepidopterólogos sostenía una teoría sobre Hamlet que el otro consideraba pretenciosa, típica de una «reina de la colmena». No. La Sección 9 no era una colmena, pero el funcionamiento era similar. A veces miro las cosas sin verlas, más preocupado por cómo las veo o por la calidad de mi visión que por lo que contemplo. Así es el mundo, ¿no? No es como es, es como cada uno de nosotros lo ve. La realidad es subjetiva y egocéntrica. Hay que escribir realidad entre comillas, como diría un lepidopterólogo. Ah, sí, ahora recuerdo por qué quería hablar de mariposas. Cuando todo se quebró, cuando se rompió la conexión con la colmena, cuando sentí la soledad como una punzada de dolor por todo el cuerpo, cuando el mundo tembló y el Fin sobrevino, antes de enquistarme en el polvo y las tuberías y todo eso, alcé la vista al cielo y las vi. Millones de mariposas de ceniza meciéndose lentamente hasta llegar al suelo. El mundo estaba ardiendo, pero la belleza persistía porque yo estaba allí para contemplarla. Entre el dolor y la destrucción. Todo debe ser falso. Para que se pueda alcanzar la belleza, el escenario sobre el que se plasma debe ser falso. Por otra parte está la cuestión de la continuidad temporal: tantos cuando, y después y este ahora imposible me marean. La memoria debería poner orden, pero ya he comentado algo sobre mi memoria. Una taza de té se rompió, y la taza de té se rompe y la señora Smithy apaga frenéticamente el cigarrillo en el cenicero repleto y me invita a salir. O tal vez me contrata para que busque a su marido y me muestra una foto de él en un marco sobre la tapa de un piano, la misma sobre la que había reposado en una bandeja de plata un pez eventrado del que ya no quiero hablar. Eso lo escribió Nuestra Señora de Covadonga en su delirio agonizante.
Descansemos.
No era así, de ninguna manera. Primero los tres hombres, después los retenidos en la Sección 9, después la desilusión de Smithy, en orden temporal inverso, con el Fin como eje central. Pero yo estoy narrando después del Fin. No importa, ahora no importa. No importa el ahora. Hace tiempo que no me veo, así que asumo que estoy muerto. Durante mucho tiempo, desde mi escondrijo polvo y tuberías, me he contemplado a mí mismo trabajar y escribir, pero hace tiempo que no me veo, hace tiempo que ni siquiera sé si esta extremidad mugrienta en cuyo extremo brilla aceitosa un arma puede considerarse parte de mí. Me veía y sabía que las cosas funcionaban correctamente. Ahora no tengo constancia de mi persona, mi memoria no funciona como debería, mi conciencia no es estrictamente mía. Hay cosas que brillan y otras sumergidas en la bruma, coches circulando por carreteras que desaparecen y catalejos que muestran siniestras realidades, cangrejos, placas metálicas en el cráneo. Hay una divertida anécdota al respecto, pero la he olvidado. Una habitación. Es curioso, siempre la misma habitación y siempre una habitación distinta. El centro del universo es una habitación que se colapsa. Ya lo he contado: el vómito, la mosca, la enfermera que se inclina sobre el paciente. Es difícil olvidar su rostro convirtiéndose en una masa amorfa, densa pero fluida, de la que surgen como apéndices pequeños cilios que se introducen en las circunvoluciones cerebrales. Todo ello bajo la luz de la luna. Lo conté cientos de veces. No yo, claro. No el yo a quien solía observar. Él tenía otros problemas. Cómo decirlo. A menudo voy en coche. No sé por qué, no importa el porqué. Es un día luminoso. El viento arrastra las nubes. Blanco sobre azul hiriente. Voy en coche, ya lo he dicho. De pronto me encuentro a sesenta o a cien kilómetros de mi último pensamiento consciente. Aún voy en coche, pero a mi espalda sólo hay un abismo negro y sin memoria. Un hueco en mi cabeza. Sí, tal y como él lo dijo. Yo no voy en coche. Hace años que permanezco oculto entre tal y tal. Es aburrido. Todo es aburrido, gastado, trivial, anodino. Él intentó ingenuamente romper la línea temporal, pero el resultado fue el mismo. No podemos contar desde nuestro tiempo, mientras morimos; el resultado es el mismo, aburrido gastado trivial anodino. Lo escribo en otro sitio y concluyo: desde que fui escupido estoy olvidando. Ojalá pudiera olvidar toda esta mierda. Ojalá pudiera olvidar que os estoy engañando. Puesto que la narración es imposible, puesto que el lector está muerto, todo esto es un engaño, un fraude consolidado sobre las cenizas de un edificio que jamás existió. Fingimos llorar la destrucción cuando en realidad lloramos la invención de la destrucción. Nos complace llorar. Nos complace que nos hagan llorar sobre supuestos espurios. Ansiamos el drama porque nos humaniza, nos despierta de nuestra trivialidad. Así que os engaño. Contemplo cómo construyo durante más de cinco años un edificio tambaleante. Y ahora que ya no puedo contemplarme, ahora que apenas distingo más que un brazo polvoriento y un arma aceitosamente rutilante, repaso el edificio para destruirlo, para deciros que lo destruyo, cuando en realidad no lo haré. En «realidad».»