Henry Miller y el Gran Sur
Por Enrique Tillman.
Resulta que a Henry Miller no solo le debemos el mayor ejercicio de sinceridad literaria del siglo XX, o los escandalosos libros que conmocionaron a la pacata sociedad americana allá por los años 30. No solo es todo lo bueno que jamás llegó a ser Bukowsky, y sin perder una pizca de mala leche, sino que además, al autor de Los Trópicos y de ese libro de título fastuoso llamado Polla Loca resulta que es también el padre del nuevo periodismo. No se asusten, no es que el malvado Miller sea el responsable de los horribles mamotretos del hortera de Tom Wolfe, ni de lo peor de Norman Mailer, por lo demás un grande entre los grandes con demasiadas exmujeres a las que alimentar. No. Lo que ocurre es que ha caído en mis manos un libro que desconocía, yo que me las he dado siempre de experto en asuntos millerianos, por supuesto sin tener demasiada idea del asunto (¿quién la tiene?). Leí en una mala reseña que era eso de lo que se trataba y se lo he soltado aquí, pero no hagan caso. Eso sí, como todos los de Miller, el libro en cuestión lleva un título alucinante, uno de los más hermosos que han pasado por mi retina en los últimos meses. Hablo de Big Sur y las naranjas de El Bosco. ¿A que mola?
Digamos primero que Big Sur forma una extraña pareja con otro libro del autor, El coloso de Marusi, ya que ambos comparten el honor de ser las únicas obras de Miller donde el sexo no es el epicentro. Como lo oyen. Resulta que el fauno Miller también se alejó de su mayor obsesión literaria, como si Sade (salvando las distancias con el sádico marqués) hubiese compuesto un libro de viajes sin describir una deliciosa sesión de sangrientos azotes. Big Sur, por cierto, es el lugar donde se retiró un Miller cincuentón para vivir con su nueva esposa de 22 añitos. Un tipo listo este Henry. Pero vayamos al libro.
Como siempre, nuestro fauno preferido está sin blanca -de hecho, se dedica a recordárnoslo sin parar- pero, como en los viejos tiempos, se las arreglará para conseguir hacerle llegar dinero a un sujeto fascinante que pasará a protagonizar las páginas de Big Sur. Hablo de Moricand, un viejo conocido de sus paupérrimos años de gorrón en París , que aparece en su cabaña para hacer pagar a Miller todos sus pecados. El tal Moricard, todo un personaje de cariz esotérico, llevará la institución del gorroneo a límites cercanos a la belleza. Moricand es, por supuesto, un diletante profesional, literalmente un Bartleby en vida que convertirá la vida de Miller en una pesadilla.
No les cuento más porque a Miller hay que leerle, supongo que lo saben; pero antes de dejarles con sus deberes escolares (leer a Miller debería ser obligatorio en el bachillerato), he de confesarles un delito: les he mentido. En Big Sur también está nuestro fauno diabólico de siempre. Sólo hay una escena de sexo en el libro, pero es de de las que se ganan un puesto de honor en el Infierno. Y aquí lo dejo, aunque antes les diré que Miller es un grande de veras, y además pertenece a la más admirable estirpe que jamás habrá en este mundo de papel: los benditos y santos trileros de la literatura. En serio.
Leí «Big Sur y las naranjas de Hieronymus Bosch», que así se llamaba en la versión de Editorial Losada, a mediados de los sesenta, cuando en España se vendía clandestinamente por pornográfico. Hacía pocos años que me sentía fascinado por su obra. Y no precisamente por lo pornográfico, tema un tanto obsesivo, que a veces me llegaba a cansar. Lo que principalmente descubrí en Henry Miller fue la enorme presencia de un hombre libre, con una tremenda vocación de escritor, por una parte apegado a los aspectos más elementales de la vida y, por otra, muy consciente de que, al transmutarse en escritura, esa vida elemental, por sentida y dolorosa que sea, no tiene otro significado que el de ser materia literaria y que, por tanto, esa crucifixión a que nos somete la existencia no es del todo real sino más bien ficticia, como de broma, «rosada». Ése es el sentido de su trilogía La crucifixión rosada, formada por la novelas Sexus, Nexus y Plexus. Por otra parte, aunque no siempre se ponga de relieve, esa dualidad pasión-contemplación es propia no sólo de Henry Miller sino de todo poeta. Y llamo poeta a todo creador literario cualquiera que sea el género en que se exprese.