Listas
Por Blanca Riestra.
Comenta Rafa Reig, en su última columna, que todas las listas de fin de año –como todas las historias felices- se parecen y todas son aburridamente previsibles. Cuando nuestro jefe de sección, Recaredo Veredas, nos pidió a los columnistas de Culturamas hace unas semanas que suscribiéramos nuestra lista de mejores libros de 2010, mi reacción inmediata fue no hacerlo. La verdad es que ni siquiera me acordé de contestar, y de mi grosería, a la que el pobre debe estar ya acostumbrado, me disculpo.
La razón que suelo esgrimir en estos casos, cuando me preguntan (tampoco he votado nunca en el premio Tormenta a pesar de la insistencia de nuestra querida y hacendosa Elena Medel, ni en algunos otros que he olvidado), es que no está en mis costumbres leer novedades. De hecho, confieso no haber leído más que un uno por ciento de las novedades del pasado año y, en su mayoría, se trataba de títulos escritos por amigos. Por eso, comprenderán que me siento incapacitada para cotejar esos pocos títulos con sus competidores naturales.
La verdad es que me resulta muy antipática esa manera que tiene el establishment cultural de obligarnos a leer a todos los mismos libros. Se preguntarán cuál es la solución a todo eso. Pues, supongo, y permítanme que tire piedras contra mi propio tejado, que dejarse llevar por otras corrientes más irracionales y más democráticas, y hacer, como hacía el joven Rimbaud, “que se jactaba de poseer todos los paisajes posibles, y encontraba irrisorias las celebridades de la pintura y de la poesía moderna”. A quien le “gustaban las pinturas idiotas, dinteles historiados, decoraciones, telas de saltimbanquis, carteles, estampas populares; la literatura anticuada, latín de iglesia, libros eróticos sin ortografía, novelas de nuestras abuelas, cuentos de hadas, libritos para niños, óperas viejas, canciones bobas, ritmos ingenuos”. O también y en otras palabras, repescar basura olvidada en los libreros de viejo. O también, recuperar con toda sencillez a los clásicos.
Listas: San Perec, tan de moda en los últimos años, adoraba las listas. Nick Hornby, en High fidelity, confeccionaba listas fluctuantes de sus grupos favoritos, de sus canciones favoritas, de sus canciones y de sus grupos más odiados. Los americanos arman vociferantes programas en torno a “los diez romances más trash del año”, “los diez actores más hot del momento”, “las diez escenas cinematográficas más guarras de la temporada”. En Aliens of América, Claire, la hermana del protagonista, descubre con fascinación y horror que está de tercera en la lista de las diez chicas más follables del instituto. “¿Eso es bueno o malo?”, pregunta. “¿Bromeas?, eso es maravilloso. Tu vida cambiará”, le contesta una amiga.
Hay algo profundamente aterrador en eso de las listas. Ilustra a la perfección cómo la sociedad de los Mass media filtra el mundo entero, cuantificándolo, reduce la realidad a mera competición: y lo hace incluso con la literatura que, cuando tiene fuerza, se fragua desde los márgenes y contra el sistema y a menudo incluso contra sí misma. En un artículo reciente, Vila Matas, con profunda humildad, explicaba cómo escribir es acostumbrarse a fracasar, es aceptar equivocarse de nuevo. Pero eso ahora no se entiende. La moral del éxito es lo único comprensible en nuestros días.
En verdad, la opinión cultural[i] siempre me ha incomodado, porque adopta con frecuencia una actitud paternalista, mandona, castradora. El columnismo cultural es el género más arrogante y autoritario que conozco, con frecuencia no consiste más que en pavonearse y en perfilar una especie de opinión “dogmatica” made in uno mismo que imponer a los otros. Casi siempre sólo se trata de “dominar” al otro.
En el fondo, la opinión cultural se ha constituido en un medio de represión de la creatividad, con un impacto quizás muy reducido, pues es muy reducida la parte de la sociedad a quien le importa “lo cultural”, pero que, a los que somos del medio, en mayor o menor medida, nos afecta. Funciona no sólo como mecanismo represor y publicitario, sino como estrategia profundamente uniformizadora. Así lo vemos todos las semanas en los suplementos culturales, y últimamente –y esto es sorprendente- también en algunos medios digitales. Y eso no me gusta.
Casi todos los autores y los lectores sabemos –otra cosa es que no nos lo reconozcamos a nosotros mismos- que la escritura es algo que no nos pertenece, es algo compartido, incesante. Los libros se relacionan unos con otros de forma libre, proteica, continua. No hay cesura entre una novela y otra, y, si me apuran, no la hay entre un poemario, un artículo del Hola y una hoja parroquial. Todas las piezas encajan las unas con las otras y conforman esa especie de frenesí lingüístico que es el mundo, respondiendo así al “deseo textual” del que padecemos muchos.
En este desciframiento inagotable que es leer y escribir, no existen rankings ni escalafones, ni autores estrella frente autores indignos de consideración; todos forman y formamos parte de un entramado del que cada pieza importa y en el que la resonancia de cada lectura, buena o mala, como señala tan acertadamente Reig, no depende más que del tiempo y del azar. Polifonía pues.
[i] Cuando hablo de Opinión cultural me refiero tanto a la opinión como a la crítica, que en este país, mal que nos pese, sigue siendo un tipo evidente de “opinión”.