Déjà vu
Por Silvia Campillo
Un amigo diseñador gráfico creó, el pasado verano, una infografía en la que hablaba cómo el cerebro es capaz de recuperar recuerdos tras recibir ciertos estímulos, como puede ser un olor, un sonido o una frase. Yo, hasta entonces, pensaba que esto no era más que una de esas actividades inexplicables con las que tiene que convivir la ignorancia humana y reconozco que me fastidió, en parte, que ni siquiera mi memoria y/o mi imaginación escape de las manos de la ciencia.
Yo de ciencia sé más bien poco pero es cierto que cuando leí Sospecha (Destino), décima y última novela de José Ángel Mañas, fue como trasladarse a un garito ochenteno de Malasaña en el que, a pesar de los años y de ir adquiriendo un toque kitsch, consigue sobrevivir y desafiar al tiempo, tratando cada vez mejor a sus clientes más fieles.
No hay sospechas de que Mañas sigue siendo Mañas. Desde la primera página, el lector se encontrará con su estilo inconfundible, con su realismo sucio con el que cuenta la historia de cómo dos inspectores de policía han de investigar la violación y el asesinato de una joven. Todo se tuerce cuando uno se convierte en el principal sospechoso del crimen, lo que sirve para introducir el tema principal sobre el que gira toda la novela: la confianza.
El Madrid más decadente, ese cuyas esquinas huelen a cerveza y orín, es el telón de fondo para Sospecha. Mañas continúa apostando por recrear esa atmósfera urbana tan decrépita que ya se ha convertido en rasgo estilístico de su obra. El escritor conduce de la mano, como un perfecto anfitrión, a los no madrileños por una historia en la que el marco en el que se resuelve es un personaje más. Para los gatos, Sospecha es un dèjá vu. En el caso de que los científicos acepten dèjá vu como animal acuático.