"Manhattan Pulp", de Matías Candeira
Como adelanto del próximo libro de Matías Candeira, Antes de las jirafas, que saldrá en la editorial Páginas de espuma a principios de febrero, os ofrecemos en primicia un fragmento de uno de los relatos incluidos en la misma obra: «Manhattan Pulp».
«[…] Detestaba a ese tardoadolescente. Él fue quien me puso este nombre, Dr. Octopus, y durante algunos años, más de los que querría, me dio bastante la lata intentando desbaratar mis planes. Aquella noche yo estaba retozando en el catre con Marcia, una galerista que había conocido en uno de esos absurdos paseos en barco por el Hudson. Ella me hacía reír con sus manías y perversiones, y supongo que por aquel entonces esto me parecía suficiente. Habíamos encargado unas pizzas. Yo le había hablado con mucho orgullo del monstruo lleno de pústulas que estaba criando en la cámara de cristal. Con este animalito planeaba, una tarde sin quehaceres, sembrar el caos en Central Park y así, no sé, animar un poco el ambiente. De pronto, en la oscuridad de uno de los corredores, me pareció escuchar un timbre. Recuerdo que le dije a Marcia que no se moviera. Cuando abrí las compuertas, Peter estaba sentado en el suelo de baldosas. Empapado, con el traje de araña saltadora roto y apestando a whisky, sus ojos emitían una desesperación de expresidiario, de trapecista viejo, de ese hombre sin juicio que, delante de grupos de turistas japoneses, acaricia la boca del caimán gigante que vive en los Cayos de Florida. «Mátame», pidió. «No ofreceré resistencia». Conseguí detener a mis tentáculos antes de que lo agarraran. Él continuaba repitiendo que le rematara cuando le obligué a sentarse en una silla y le sugerí que aceptara un café caliente. Al poco, empezó a temblar sin control. Era una situación lamentable. Peter me habló, entre frases confusas, de lo poco que salía últimamente en las noticias, de una mujer anciana a la que le arregló la ducha y que había matado en un ataque de ira, porque el agua caliente seguía sin funcionar. Al parecer, ella había insistido en darle unas monedas. Algo se había quebrado dentro de Peter al verse en esa posición: arregladuchas. Por último, hundió la cara entre las manos y mencionó a Mary Jane. «Dios mío, Mary Jane», decía, y la manera en la que Mary Jane había muerto es tan horrible que no voy a perder el tiempo en describirla. Entonces rompió a llorar, se estremeció y lanzó un par de telarañas a la lámpara del techo, de una manera bastante ridícula.
«Vamos, Peter», le dije.
«¡Mary Jane! ¡Mary Jane, vuelve!», empezó a berrear.
Le abofeteé para que se calmara. Era demasiado tarde: Peter Parker se retorcía, apenas escuchaba ninguno de mis inútiles consejos para pasar su luto. Oí unos pasos a mi izquierda. «¿Qué mierda hace él aquí?». Marcia apareció vestida con una de mis batas de terciopelo verde y un picahielos en la mano. Por un segundo, sonrió de una manera que yo nunca había visto antes. «¿Podemos hacerle pupa? ¿Podemos, Otto?». Antes de que se abalanzara sobre Peter, hice que un tentáculo le apresara un pie, la elevé por encima de los muebles y volví a colocarla junto a la puerta. Marcia forcejeaba y gritaba que la dejara tranquila. Supongo que ya no era esa chica risueña que me gustaba. Jesucristo, qué manera de blandir el picahielos […]».