Por Guillermo Aguirre.

En vascuence, erre significa “fumar”, y erre que erre llevan unos cuantos días recordándome en todos los locales que ya no puedo hacerlo, que la vida que conocí ha desaparecido y ya no volverá, como en aquella canción de Chavela. Entro y salgo de los locales, que ahora huelen a ambientador de Pino Nórdico, quejándome a hurtadillas y pronunciando malsonantes fórmulas mágicas cuyo nulo efecto me deja pasmado. Formo  parte de ese intrínseco espíritu español que se deja conquistar por los franceses. Un espíritu de mucha queja y poca acción (la acción es para los alemanes y sus milagros económicos), mucho ladrar y morder poco, mucho árbol y rien de fruto seco. Recuerdo a los dueños de los locales amigos reírse hace apenas dos semanas, tranquilizando mi funesta esperanza al decir cosas como “pues tendremos que colapsar las líneas de la policía”, “pues habrá que fumar al fondo”, “pues tendremos que salir a las calles”, y ahora los veo plegarse ante la ley mansamente y conmigo, y pronunciar las mismas malsonantes fórmulas inútiles que pronuncio yo, con cara de perros abandonados. Así me sirven una caña que me parece pis y que no sé ni de que modo llevarme a la boca, ni de que modo darle conversación. En un momento como éste, en el que la unidad Europea se pone en duda dudísima, aunque sea por lo económico, y los prósperos países del jeje franco prusiano se preguntan por la fuerza del gigante de las pluriestrellitas amarillas, Zapatitos y su gobierno hacen un esfuerzo ímprobo por aprobar toda una serie de leyes bajo la premisa y la coartada de que “así se hace en el resto de Europa” y Santas Pascuas. Nos dejan cojo el Spain is different, me quitan de aquí esos toros y se cargan a la madre del “café, copa y puro”, expresión que quizá no hiciera las delicias de vecinos como mi correligionario de abajo, el Antigourmet (al que quizá un poco de humo en el plato le agrie el bistec), pero que, sin duda, hablaba de una forma de vida que ahora nos está siendo vilmente arrebatada. Un gobierno ha de ser hijo de su pueblo y no su madre, novia y amante preocupada que, como si fueras un preescolar, desea salvarte de ti mismo y cambiarte porque le da la real gana. Nada más castrante que una amante de semejante corte.  Recuerdo ahora el profético Estado de aquella película tan mal valorada, Demolition Man, en la que los últimos hombres libres se veían obligados a vivir en las alcantarillas, donde practicaban sexo sin condón, comían hamburguesa de carne de rata, fumaban y bebían y, además, podían elegir.

Tengo ya nostalgia por ese día (si es que se puede tener nostalgia del futuro) en el que, sentado junto a mi nieto, le hable de aquellos últimos hombres libres, hombres que reían en los bares mientras acababan con su hígado y con sus pulmones, y enseñaban sus dientes negros y sus bocas alquitranadas y podían elegir. Le hablaré de las grandes (e inútiles) teorías políticas que se gestaron primero y antes en la trastienda de locales llenos de humo. Le hablaré de Bogart, que fumando pronunció aquello de “no me fío de ningún hombre que no beba”, le hablaré de Bette Davis en la secuencia final de La Extraña Pasajera, de Nick Furia y aquellos puros que se cascaba mientras tumbaba cabezas, del bebé del puro de la Warner BROS, del Fumador de Expediente X y de aquellos cigarros liberadores y revanchistas que James Dean guardaba en el dobladillo de la camiseta mientras era un rebelde sin causa; hasta del hombre de Marlboro le hablaré, que a última hora dio su brazo a torcer por falta de oxígeno en el cerebro. Le diré que antes había buenos y malos y que se les podía distinguir tan sólo porque los malos fumaban habanos cubanos y los buenos cigarritos rubios de la Phillip Morris. De todo ello le hablaré y, cuando acabe, me serviré un güisqui de esos con difusor, apuraré sus tristes lágrimas tostadas del fondo del vasito, me levantaré de la silla higiénica, blanca y protoespacial y miraré por la ventana ver pasar las naves volantes a propulsión eólica por un cielo sin humos ni tóxicos, tan azul, monocromo y aburrido como toda esta moralina de andar por casa en guatiné. Y me dirigiré al baño, dispuesto a cagar y a limpiarme el culo con las tres conchas de agua porque ya no habrá papel higiénico. Y le diré: querido nieto, The World was different, y a él el asunto le sonará a chino mandarín, como a nosotros nos suena ya a chino mandarín aquella época en la que se fumaba en los metros, los aviones, los hospitales, los cines y los taxis. Y es que el signo de los tiempos huele a ambientador de Pino.

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