La memoria que no tengo
Por Alberto Masa.
Nada viene a mí de aquellas primeras visitas en el hospital para enfermos mentales. Apenas recuerdo mi bata, que era azul con amarillo, ni la cara de los dos psiquiatra que me atendían (en realidad no tenían por qué atenderme, pero yo salía de mi habitación para que la renovasen las señoras de la limpieza y entendía que me tenía que poner en cada cola de gente que hubiera, pues era así el resultado, por ejemplo, del pan con Nocilla, así como la visita a los dos psiquiatras, que aprendieron a verme como un pirado de verdad porque yo, entre esas paredes, hacía que hablaba ruso para entenderme el hecho de que tampoco afuera me entendieran). De las primeras visitas, mi madre dice que iba allí para encontrarse con quien no era su hijo, cosa que no soportaba, pues me dice que sólo se encontraba con algo a lo que hablar le era sumamente costoso y que apenas podía limpiarse las babas que le salían, pues la medicación hacía que no se las notara. Recuerdo esa época porque la mejor memoria que me ha salido viene de los lugares donde no recuerdo nada, y aquel encontronazo primero con las altas dosis de Haloperidol fue para mí un estar en un mundo lejano. Consistía la cosa en curar el pensamiento, pero pasaba por el mal de que el pensamiento no se produjese. Era aquella una iglesia anterior a la inteligencia y crecía en mi cabeza a sus anchas. La lástima era que, afuera, la representase una baba que yo no era capaz de ver y que terminaba cayendo al suelo, que era el cáliz de ese bendito manicomio que ya glosé acá en mi anterior capítulo.
Ni tan siquiera podía imaginar al amor de mi vida, una chica que luego descubriría tristona y algo vulgar y a quien llamaría en otras ocasiones volado por la misma droga en la que yo veía, más que una cura a mí mismo, una cura para el mundo entero. Quería abrazar las cosas que mi vocación hacia el pensamiento me había dado para, ahora que yo ya no era libre para pensarlas, permitirlas irse en un barco camino del otro mundo, de esa realidad en la que yo estaba contento, sujetado por amarras grises en un puerto del que no sé casi nada. Claro, en cuanto me bajaron la medicación, empezaría a follarme al resto de pacientes. Pero eso es otra historia. Y aquí quiero contar la memoria que no tengo sobre un sitio al que -no me engañaré- me fui acomodando hasta permitirme el aseo suficiente, que incluía la desaparición de mi andrajosa melena de rizos dorados, para salir de esa feria en la que conocí, como en el mundo de hoy, gente tarada y gente cuerda; y, entre ellas, me fue desvanecido el mito de la locura, pues comprendí que la inteligencia era un simple chisme que, o bien se manifestaba o bien no y, como todo niño, de esencia natural salvaje, una vez manifestado no podía someterse. Era mi dolor un animal. Y mi dolor era todo el cuerpo aunque los médicos señalasen el mal de la esquizofrenia, con sus chips colocados por los dentistas en las muelas y mierda de esa que yo acostumbraba a inventar para mis ficciones. Comprendí que uno se curaba sólo de la memoria y que, a partir de ahí, debía curarse también de los psicofármacos, cosa de la que no parecen haberse enterado los botiquines de la mayoría de las casas.
Lo mejor era quizá el piano roto y, luego, en las salidas, encontrarse con esos subnormales profundos que eran los amigos, cabrones que se batían en número con el cabrón que vivía en mí pero que, culminado en la desaparición a la que había sido sometida la inutilidad de mis pensamientos, me entorpecían mucho la manera de expresarme, que nunca ha sido poca porque hoy veo que es la única fuerza que he sabido comunicar al mundo. Hoy, que sé que ando camino de volver a aquella habitación, me dedico a ello a través de la letra, que muchas veces me provoca risa, y es una risa que sabe que esto se va al garete y que no hay otra que seguir contándolo. No obstante, me alegro mucho de poder fumar en casa. Y, bueno, pues mientras fumo, lo cuento. Planto mi semilla, que será del mal o a lo mejor no será y yo tan a gusto, esperando el puente de mayo. ¿Deberé citar a Leopoldo María Panero? Saqué los estudios más tarde para alimentar a la nada, me hice artista y un crítico decía de mis dibujos que eran flores en el agua, desperdigadas y dolientes. Yo, en mi caverna, fabricaba de nuevo paraísos rotos, y lo que siempre quise fue volver y nada más, morir en silencio, aunque no necesariamente despacio: Jenny me dice que mundo queda mucho. Una paciente feísima que ahora he superado en edad creía de mí que yo pasaba drogas y se acercó porque decía que quería ácido. Esperé a que los bedeles no miraran para llevarle a mi habitación y, una vez dentro, le dije que si quería de lo suyo que me la chupase. Iba a empezar a hacerlo la desesperada dama (a saber para qué quería ácido) cuando me cogí el pantalón del pijama y la dije: oye, mejor no, guapa, anda, coge un rosario conmigo y hagamos una seguidilla por San Pedro, que murió en una cruz puesta boca abajo para no obtener el honor de su maestro y, hoy, queda como su reflejo en La Tierra, pues el Evangelio no renuncia a la imagen lírica. No sé si me entendió o no, pero así hicimos. Al quinto rezo yo recordé que ella estaba allí nada más que por el ácido y que yo no lo tenía. Pero bueno, esa es otra historia.