CreaciónNovela creación

"Blanco nocturno", de Ricardo Piglia [Anagrama]

«La experiencia es una lámpara tenue que
sólo ilumina a quien la sostiene.

LOUIS-FERDINAN CÉLINE

Primera parte

1

Tony Durán era un aventurero y un jugador profesional y vio la oportunidad de ganar la apuesta máxima cuando tropezó con las hermanas Belladona. Fue un ménage à trois que escandalizó al pueblo y ocupó la atención general durante meses. Siempre aparecía con una de ellas en el restaurante del Hotel Plaza pero nadie podía saber cuál era la que estaba con él porque las gemelas eran tan iguales que tenían idéntica hasta la letra. Tony casi nunca se hacía ver con las dos al mismo tiempo, eso lo reservaba para la intimidad, y lo que más impresionaba a todo el mundo era pensar que las mellizas dormían juntas. No tanto que compartieran al hombre sino que se compartieran a sí mismas.  Pronto las murmuraciones se transformaron en versiones y en conjeturas y ya nadie habló de otra cosa; en las casas o en el Club Social o en el almacén de los hermanos Madariaga se hacía circular la información a toda hora como si fueran los datos del tiempo.

En ese pueblo, como en todos los pueblos de la provincia de Buenos Aires, había más novedades en un día que en cualquier gran ciudad en una semana y la diferencia entre las noticias de la región y las informaciones nacionales era tan abismal que los habitantes podían tener la ilusión de vivir una vida interesante. Durán había venido a enriquecer esa mitología y su figura alcanzó una altura legendaria mucho antes del momento de su muerte.

Se podría hacer un diagrama con las idas y venidas de Tony por el pueblo, su deambular somnoliento por las veredas altas, sus caminatas hasta las cercanías de la fábrica abandonada y los campos desiertos. Pronto tuvo una percepción del orden y las jerarquías del lugar. Las viviendas y las casas se alzan claramente divididas en capas sociales, el territorio parece ordenado por un cartógrafo esnob. Los pobladores principales viven en lo alto de las lomas; después, en una franja de unas ocho cuadras está el llamado centro histórico (1) con la plaza, la municipalidad, la iglesia, y también la calle principal con los negocios y las casas de dos pisos; por fin, al otro lado de las vías del ferrocarril, están los barrios bajos donde muere y vive la mitad más oscura de la población.

La popularidad de Tony y la envidia que suscitó entre los hombres podría haberlo llevado a cualquier lado, pero lo perdió el azar, que fue lo que en verdad lo trajo aquí. Era extraordinario ver a un mulato tan elegante en ese pueblo de vascos y de gauchos piamonteses, un hombre que hablaba con acento del Caribe pero parecía correntino o paraguayo, un forastero misterioso perdido en un lugar perdido de la pampa.

–Siempre estaba contento –dijo Madariaga, y miró por el espejo a un hombre que se paseaba nervioso, con un rebenque en la mano, por el despacho de bebidas del almacén–. Y usted, comisario, ¿se toma una ginebrita?

–Una grapa, en todo caso, pero no tomo cuando estoy de servicio –contestó el comisario Croce.

Alto, de edad indefinida y cara colorada, de bigote gris y pelo gris, Croce masticaba pensativo un cigarro Avanti mientras caminaba de un lado al otro, pegando con el rebenque contra la patas de las sillas, como si estuviera espantando sus propios pensamientos, que gateaban por el piso.

–Cómo puede ser que nadie lo haya visto a Durán ese día –dijo, y los que estaban ahí lo miraron callados y culpables.

Después dijo que él sabía que todos sabían pero nadie hablaba y que andaban pensando macanas por el gusto de buscarle cinco patas al gato.

–De dónde habrá salido ese dicho –dijo, y se detuvo intrigado a pensar y se extravió en el zigzag de sus ideas, que se prendían y se apagaban como bichos de luz en la noche. Sonrió y empezó a pasearse de nuevo por el salón–. Igual que Tony –dijo, y recordó una vez más su historia–. Un yanqui que no parecía yanqui pero era un yanqui.

Tony Durán había nacido en San Juan de Puerto Rico y sus padres se fueron a vivir a Trenton cuando él tenía cinco años, de modo que se había criado como un norteamericano de Nueva Jersey. De la isla sólo recordaba que su abuelo era un gallero y que lo llevaba a las riñas los domingos y también se acordaba de los hombres que se cubrían los pantalones con hojas de periódico para evitar que la sangre que chorreaba de los gallos les manchara la ropa.

Cuando vino aquí y conoció un picadero clandestino en Pila y vio a los peones en alpargatas y a los gallitos pigmeos haciendo pinta en la arena, empezó a reírse y a decir que no era así como se hacía en su país. Pero al final se entusiasmó con la bravura suicida de un bataraz que usaba los espolones como un boxeador zurdo de peso liviano usa sus manos para salir pegando del cuerpo a cuerpo, veloz, mortífero, despiadado, buscando sólo la muerte del rival, su destrucción, su fin, y al verlo Durán empezó a apostar y a entusiasmarse con la riña, como si ya fuera uno de los nuestros (one of us, para decirlo como lo hubiera dicho el mismo Tony).

–Pero no era uno de los nuestros, era distinto, aunque no fue por eso que lo mataron, sino porque se parecía a lo que nosotros imaginábamos que tenía que ser –dijo, enigmático como siempre y como siempre un poco volado, el comisario–. Era simpático –agregó, y miró el campo–. Yo lo quería –dijo el comisario, y se quedó clavado en el suelo, cerca de la ventana, la espalda apoyada contra la reja, hundido en sus pensamientos.

A la tarde, en el bar del Hotel Plaza, Durán solía contar fragmentos de su infancia en Trenton, la gasolinera de su familia al costado de Route One, su padre que tenía que levantarse a la madrugada a despachar nafta porque un coche que se había desviado de la ruta tocaba la bocina y se oían risas y música de jazz en la radio y Tony se asomaba medio dormido a la ventana y veía los veloces autos carísimos, con las rubias alegres en el asiento de atrás, cubiertas con sus tapados de armiño, una aparición luminosa en medio de la noche que se confundía –en la memoria– con fragmentos de un film en blanco y negro. Las imágenes eran secretas y personales y no pertenecían a nadie. Ni siquiera recordaba si esos recuerdos eran suyos, y a Croce a veces le pasaba lo mismo con su vida.

–Soy de aquí –dijo de pronto el comisario como si hubiera despertado– y conozco bien el pelaje de los gatos y no he visto nunca uno que tuviera cinco patas, pero me puedo imaginar perfectamente la vida de este muchacho. Parecía venir de otro lado –dijo sosegado Croce–, pero no hay otro lado. –Miró a su ayudante, el joven inspector Saldías, que lo seguía a todos lados y aprobaba sus conclusiones–. No hay otro lado, todos estamos en la misma bolsa.

Como era elegante y ambicioso y bailaba muy bien la plena en los salones dominicanos del Harlem hispano de Manhattan, Durán entró de animador en el Pelusa Dancing, un café danzante de la calle 122 East a mediados de los años sesenta, cuando recién había cumplido los veinte años. Ascendió rápido porque era rápido, porque era divertido, porque estaba siempre dispuesto y era leal. Al poco tiempo empezó a trabajar en los casinos de Long Island y de Atlantic City.

Todos en el pueblo recordaban el asombro que les provocaban las historias que contaba de su vida en el bar del Hotel Plaza, tomando gin-tonic y comiendo maníes, en voz baja, como si fuera una confidencia privada. Nadie estaba seguro de que esas historias fueran verdaderas, pero a nadie le importaba ese detalle y lo escuchaban agradecidos de que se sincerara con los provincianos que vivían en el mismo lugar donde habían nacido y donde habían nacido sus padres y sus abuelos y sólo conocían el modo de vida de tipos como Durán por lo que veían en la serie policial de Telly Savalas que pasaban los sábados a la noche en la televisión. Él no entendía por qué querían escuchar la historia de su vida, que era igual a la historia de la vida de cualquiera, había dicho. «No son tantas las diferencias, hablando en plata –decía Durán–, lo único que cambia son los enemigos.»

Después de un tiempo en el casino, Durán amplió su horizonte conquistando mujeres. Había desarrollado un sexto sentido para adivinar la riqueza de las damas y diferenciarlas de las aventureras que estaban ahí para cazar algún pajarito con plata. Pequeños detalles atraían su atención, cierta cautela al apostar, la mirada deliberadamente distraída, cierto descuido en el modo de vestir y un uso del lenguaje que asociaba de inmediato con la abundancia. Cuanto más dinero, más lacónicas, era su conclusión. Tenía clase y habilidad para seducirlas. Siempre las contradecía y las toreaba, pero a la vez las trataba con una caballerosidad colonial que había aprendido de sus abuelos de España. Hasta que una noche de principios de diciembre de 1971 en Atlantic City conoció a las mellizas argentinas.

Las hermanas Belladona eran hijas y nietas de los fundadores del pueblo, inmigrantes que habían hecho su fortuna cuando terminó la guerra contra el indio y tenían campos por la zona de Carhué. Su abuelo, el coronel Bruno Belladona, había llegado con el ferrocarril y había comprado tierras que ahora administraba una firma norteamericana, y su padre, el ingeniero Cayetano Belladona, vivía retirado en la casona de la familia, aquejado de una extraña enfermedad que le impedía salir pero no controlar la política del pueblo y del partido. Era un hombre desdichado que sólo sentía devoción por sus dos hijas mujeres (Ada y Sofía) y que había tenido un conflicto grave con sus dos hijos varones (Lucio y Luca), a los que había borrado de su vida como si nunca hubieran existido. La diferencia de los sexos era la clave de todas las tragedias, pensaba el viejo Belladona cuando estaba borracho. Las mujeres y los hombres son especies distintas, como los gatos y los caranchos, ¿a quién se le ocurre hacerlos convivir? Los varones quieren matarte y matarse entre ellos y las mujeres quieren meterse en tu cama o, en su defecto, meterse juntas en cualquier catre a la hora de la siesta, deliraba un poco el viejo Belladona.

Se había casado dos veces y había tenido a las mellizas con su segunda mujer, Matilde Ibarguren, una pituca de Venado Tuerto más loca que una campana, y a los varones con una irlandesa de pelo colorado y ojos verdes que no soportó la vida en el campo y se escapó primero a Rosario y después a Dublín. Lo raro es que los varones habían heredado el carácter desquiciado de su madrastra mientras que las chicas eran iguales a la irlandesa, pelirrojas y alegres que iluminaban el aire en cuanto aparecían. Destinos cruzados, lo llamaba Croce, los hijos heredan las tragedias cruzadas de sus padres. Y el escribiente Saldías anotaba con cuidado las observaciones del comisario, tratando de aprender los usos y costumbres de su nuevo destino. Recién trasladado al pueblo por pedido de la fiscalía, que buscaba controlar al comisario demasiado rebelde, Saldías admiraba a Croce como si fuera el mayor pesquisa (2) de la historia argentina y recibía con seriedad todo lo que le decía el comisario, que a veces, en broma, lo llamaba directamente Watson.

De todos modos, las historias de Ada y Sofía por un lado y de Lucio y Luca por el otro se mantuvieron alejadas durante años, como si formaran parte de tribus distintas, y sólo se unieron cuando apareció muerto Tony Durán. Había habido una transa de dinero y parece que el viejo Belladona tuvo algo que ver con un traslado de fondos. El viejo iba una vez por mes a Quequén a vigilar los embarques de granos que exportaba y por los que recibía una compensación en dólares que el Estado le pagaba con el pretexto de mantener estables los precios internos. A sus hijas les enseñó su propio código moral y las dejó que hicieran lo que quisieran y las crió como si ellas fueran sus únicos hijos varones.

Desde chicas las hermanas Belladona fueron rebeldes, fueron audaces, competían todo el tiempo una contra la otra, con obstinación y alegría, no para diferenciarse, sino para agudizar la simetría y saber hasta dónde realmente eran iguales. Salían a caballo a vizcachear de noche, en invierno, en el campo escarchado; se metían en los cangrejales de la barranca; se bañaban desnudas en la laguna brava que le daba nombre al pueblo y cazaban patos con la escopeta de dos caños que su padre les había comprado cuando cumplieron trece años. Estaban, como se dice, muy desarrolladas para su edad, así que nadie se asombró cuando –casi de un día para el otro– dejaron de cazar y de andar a caballo y de jugar al fútbol con los peones y se volvieron dos señoritas de sociedad que se mandaban a hacer la ropa idéntica en una tienda inglesa de la Capital. Al tiempo se fueron a estudiar Agronomía a La Plata, por voluntad del padre, que quería verlas pronto a cargo de los campos. Se decía que estaban siempre juntas, que aprobaban con facilidad los exámenes porque conocían el campo mejor que sus maestros, que se intercambiaban los novios y que le escribían cartas a su madre para recomendarle libros y pedirle plata.

En ese entonces el padre sufrió el accidente que lo dejó medio paralítico y ellas abandonaron los estudios y volvieron a vivir al pueblo. Las versiones de lo que le había pasado al viejo eran variadas: que lo había volteado el caballo cuando lo sorprendió una manga de langostas que venía del norte y estuvo toda la noche tirado en medio del campo, con las patas tipo serrucho de los bichos en la cara y en las manos; que le había dado un ataque cuando estaba echándose un polvo con una paraguaya en el prostíbulo de la Bizca y que la chica le salvó la vida porque, casi sin darse cuenta, le siguió haciendo respiración boca a boca; o también –según decían– porque una tarde descubrió que alguien muy cercano –no quiso pensar que fuera uno de sus hijos varones– lo estaba envenenando con pequeñas dosis de un líquido para matar garrapatas mezclado en el whisky que tomaban al caer la tarde en la galería florecida de la casa. Parece que cuando se dieron cuenta el veneno ya había hecho parte del trabajo y al poco tiempo ya no pudo caminar. Lo cierto es que pronto se los dejó de ver por el pueblo (a las hermanas y al padre). A él porque se metió en la casa y casi no salía, y a ellas porque, luego de cuidarlo un par de meses, se aburrieron de estar encerradas y decidieron irse de viaje al extranjero.

A diferencia de todas sus amigas, no se fueron a Europa sino a Norteamérica. Estuvieron un tiempo en California y luego cruzaron en tren el continente en un viaje de varias semanas con paradas largas en ciudades intermedias, hasta que al principio del invierno del Norte llegaron al Este. En el viaje se dedicaron sobre todo a jugar en los casinos de los grandes hoteles y a darse la gran vida, haciendo el numerito de las herederas sudamericanas en busca de aventuras en la tierra de los advenedizos y los nuevos ricos del mundo.

Ésas eran las noticias de las hermanas Belladona que llegaban al pueblo. Las novedades venían con el tren correo de la noche que dejaba la correspondencia en grandes bolsas de lona tiradas en el andén de la estación –y era Sosa, el encargado de la estafeta, quien reconstruía el itinerario de las muchachas según el matasellos que venía en los sobres dirigidos a su padre– y se completaban con el relato detallado de los viajantes y comisionistas que se acercaban a las tertulias del bar del hotel a contar lo que se rumoreaba sobre las mellizas entre sus condiscípulas de La Plata, frente a las que –según parece– ellas alardeaban –desde la lejanía, por teléfono– sobre sus conquistas y sus hallazgos norteamericanos.

Hasta que a fines de 1971 las hermanas llegaron a la zona de Nueva York y poco después en un casino de Atlantic City conocieron al agradable joven cetrino de origen incierto que hablaba un español que parecía salido del doblaje de una serie de televisión. Al principio, Tony Durán frecuentó a las dos pensando que eran una sola. Ése era un sistema de diversión que las hermanas practicaban desde siempre. Era como tener un doble que hiciera las tareas desagradables (y las agradables) y así se turnaron en todas las cosas de la vida, y de hecho –se decía en el pueblo– hicieron la mitad de la escuela, la mitad del catecismo y hasta la mitad de la iniciación sexual. Siempre estaban sorteando quién de las dos iba a hacer lo que tenían que
hacer. ¿Sos vos o tu hermana? era la pregunta más repetida en el pueblo cada vez que aparecía una de ellas en un baile o en el comedor del Club Social. Muchas veces su madre, doña Matilde, tenía que atestiguar que una de ellas era Sofía y la otra Ada. O al revés. Porque su madre era la única capaz de identificarlas. Por el modo de respirar, decía.

La pasión de las mellizas por el juego fue lo primero que atrajo a Durán. Las hermanas estaban acostumbradas a apostar una contra la otra y él formó parte de esa partida. A partir de ahí se dedicó a seducirlas –o ellas se dedicaron a seducirlo a él– y andaban siempre juntos –iban a bailar, a cenar, a escuchar música– hasta que una de las dos insistía en quedarse un rato más a tomar copas en el bar del casino mientras la otra se disculpaba y se iba a dormir. Se quedaba con Sofía, con la que le dijo que era Sofía, y las cosas marcharon bien durante varios días.

Pero una noche, cuando estaba en la cama con Sofía, entró Ada y empezó a desnudarse. Y así empezó la semana tormentosa que pasaron en los moteles cercanos a la costa de Long Island, en el invierno helado, durmiendo y viajando juntos los tres y divirtiéndose en los bares y en los pequeños casinos que funcionaban casi sin gente porque estaban fuera de temporada. El juego de tres era duro y brutal y el cinismo es lo más difícil de sobrellevar. La perdición y el mal alegran la vida, pero lentamente llegan los conflictos. Las dos hermanas se complotaban y lo hacían hablar de más, y él a su vez complotaba con las mujeres, una contra otra. La más débil o la más sensible era Sofía y ella fue la primera que abdicó. Una noche abandonó el hotel y se volvió a Buenos Aires. Durán siguió viaje con Ada y anduvieron por los mismos hoteles y los mismos casinos que ya habían frecuentado, hasta que una noche decidieron que iban a volver a la Argentina. Durán la mandó adelante y poco tiempo después él la siguió.

–¿Pero vino por ellas? No creo. Tampoco vino por la plata de la familia –dijo el comisario, y se detuvo a prender el toscanito y se apoyó en el mostrador mientras Madariaga limpiaba las copas–. Vino porque nunca estaba tranquilo, porque no se podía quedar quieto, porque buscaba un lugar donde no lo trataran como a un ciudadano de segunda clase. Vino a eso, y ahora está muerto. En mis tiempos las cosas eran distintas. –Miró a todos y nadie dijo nada–. No hacía falta un falso yanqui, medio latino, medio mulato, para complicarle la vida a un pobre comisario de campo como yo.

Croce había nacido y se había criado en la zona, se había hecho policía en la época del primer peronismo, y desde entonces estaba en el cargo –salvo el interregno después de la revolución del general Valle en el 56–. Los días previos al levantamiento Croce había estado alzando las comisarías de la zona, pero cuando supo que la rebelión había fracasado anduvo como muerto por los campos hablando solo y sin dormir y cuando lo encontraron ya era otro. El comisario había encanecido de la noche a la mañana en 1956, al enterarse de que los militares habían fusilado a los obreros que se habían alzado para pedir el regreso de Perón. El pelo blanco, la cabeza alborotada, se encerró en su casa y no salió en meses. Perdió el cargo esa vez, pero lo reincorporaron cuando la presidencia de Frondizi en 1958 y desde entonces siguió a pesar de todos los cambios políticos. Lo sostenía el viejo Belladona, que, según dicen, siempre lo defendió a pesar de que estaban distanciados.

–Me quieren sorprender en un renuncio –dijo Croce, y sonrió– y me tienen bajo vigilancia. Pero no les va a dar resultado, porque no les voy a dar tiempo.

Era un hombre legendario, muy querido por todos, una especie de consultor general. En el pueblo pensaban que el comisario Croce estaba un poco rayado, andaba a los ponchazos de un lado a otro, vagando en el sulky por los campos y las chacras, deteniendo a los cuatreros, a los crotos, a los niños bien de las estancias que volvían borrachos de los reservados del bajo, y provocando a veces, con su estilo, escándalos y murmuraciones, pero con resultados tan notables que todos terminaron por pensar que ése era el modo en que debía actuar un comisario de pueblo. Tenía una intuición tan extraordinaria que parecía un acto de adivinación.

«Un poco tocado», decían todos. Tocado, tal vez, pero no como el loco Calesita, que andaba dando vueltas por el pueblo, vestido siempre de blanco y hablando solo en una jerga incomprensible; no, tocado en un sentido específico, como quien oye una música y no puede sacarla en el piano; un hombre imprevisible que deliraba un poco y no tenía reglas pero siempre acertaba y era ecuánime.

Acertó muchas veces porque parecía ver cosas que el resto de los mortales no podía ver. Por ejemplo, acusó a un hombre de haber violado a una muchacha porque lo vio salir dos veces del cine donde daban Dios se lo pague. Y el hombre realmente la había violado aunque el dato que lo llevó a incriminarlo no parecía tener sentido. Otra vez descubrió a un cuatrero porque lo vio tomar el tren a la madrugada para ir a Bolívar. Y si va a Bolívar es porque quiere vender la hacienda robada, dijo. Dicho y hecho.

A veces lo llamaban de los pueblos vecinos para resolver un caso imposible, como si fuera un manosanta del crimen. Iba en el sulky, escuchaba las versiones y los testimonios y volvía con el caso resuelto. «Fue el cura», dijo una vez en un caso de incendio deliberado de unas chacras en Del Valle. Un franciscano piromaníaco. Fueron a la parroquia y encontraron en un baúl, en el atrio, las mechas y un bidón de querosén.

Había vivido siempre dedicado a su trabajo y después de una extraña historia de amor con una mujer casada se quedó solo aunque todos pensaban que mantenía una relación intermitente con Rosa, la viuda de Estévez, que estaba a cargo del archivo del pueblo. Vivía solo en un gran rancho en el borde del pueblo, del otro lado de la estación, donde funcionaba la comisaría.

Los casos de Croce eran famosos en toda la provincia y su ayudante, el escribiente Saldías, un estudioso de la criminología, había caído también bajo el embrujo del comisario.

–En definitiva nadie entiende muy bien qué fue lo que Tony vino a hacer a este pueblo –dijo Croce, y miró a Saldías.

El ayudante sacó una libretita negra y revisó sus notas.

–Durán llegó aquí, en enero, el 5 de enero –dijo Saldías–. Hace justo tres meses y cuatro días.

1. El pueblo está en el sur de la provincia de Buenos Aires, a 340 kilómetros de la Capital. Fortín militar y lugar de asentamiento de tropas en la época de la guerra contra el indio, el poblado se fundó realmente en 1905 cuando se construyó la estación de ferrocarril, se delimitaron las parcelas del centro urbano y se distribuyeron las tierras del municipio. En la década del cuarenta la erupción de un volcán cubrió con un manto de ceniza la llanura y las casas. Los hombres y las mujeres se defendían
del polvo gris con la cara cubierta con escafandras de apicultores y máscaras para fumigar los campos.

2. Pesquisa era el nombre que en esos años señalaba al policía que no usaba uniforme.»

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