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Petite mort

Han pasado varias décadas –bueno, solo dos, tampoco soy tan viejo- desde la primera vez que empecé una novela de Thomas Pynchon. Desde entonces mi camino hacia la senectud ha ido acompañado de sucesivos abandonos, tanto de V como de El arco iris de la gravedad. Reconocía su talento, disfrutaba con su dominio del lenguaje, reía con su juguetón humor, incluso admiraba su mirada inabarcable pero me vencía la dispersión de sus tramas. Durante el otoño releí El canon occidental y encontré el desmedido aprecio de Harold Bloom por La subasta del lote 49. De The crying of lot 49 solo sabía que era la más corta de las sagas pynchonianas. Tusquets ha tenido a bien reeditarla en bolsillo, junto con el resto de la obra del más oculto de los escritores estelares –escritores ocultos y estrellados los hay a patadas- así que una tarde tonta de viernes decidí intentarlo de nuevo. Ha sido la mejor decisión literaria que he tomado en los últimos tiempos.

La subasta del lote 49 parece escrita por alguien que conoce los planos ocultos del mundo, las redes y conexiones que, en capas paralelas, crecen a nuestro alrededor sin que nosotros ni sospechemos su existencia ni sepamos siquiera definirlas. Es una novela breve e infinita que, como un alucinógeno o una sesión de meditación con un monje tibetano, expande la conciencia de sus lectores. Obviamente los efectos son limitados, no deja de ser una sucesión de palabras, pero pocas obras poseen tal capacidad de deslumbramiento. Además Pynchon no olvida en ningún momento que está escribiendo una narración, por muy dementes que sean sus derivaciones. Incluso facilita corteses y sutiles resúmenes de las fugas psicotrópicas, que permiten el regreso a la corriente central. Tal vez esa solidez en los cimientos, esa fuga de los cantos de sirena del caos –presentes casi en cada párrafo- sea la mayor diferencia que separa a La subasta de, por ejemplo, V.

Publicada hace cuarenta y cinco años, en pleno aquelarre hippy, La subasta del lote 49 se mantiene en admirable forma.  De hecho, como libro conspirativo –el McGuffin es una trama planetaria, aunque la novela se expanda, como las luces de una megalópolis, por miles de caminos- resulta mucho más moderno que el más cibernético de los best sellers. Moderno tanto en las elecciones narrativas como en la intención de comprender las claves de un sistema que, cuarenta y cinco años después, sigue siendo el nuestro. Y también en su estilo. La potencia verbal de Pynchon, su capacidad para crear belleza con las palabras -que se mantiene inalterada en todo su corpus narrativo- alcanza aquí niveles parejos a los de Vladimir Nabokov, su declarado maestro.

La globalidad –no confundir con globalización- vincula a Pynchon con uno de sus más recónditos sucesores: Roberto Bolaño. Sobre todo con el Bolaño último, el autor de 2666. Ambos aspiran a una comprensión total de la mecánica del mundo, aunque sus actitudes sean bien distintas. Pynchon practica una lúdica fascinación: parece un niño encantado de jugar con los engranajes de la tierra. Sin embargo, en las intenciones y los hallazgos de Bolaño solo hay oscuridad. Unas tinieblas que el norteamericano parece considerar tan obvias que no precisan ser narradas.

Lean La subasta del lote 49 y disfruten de un intenso placer literario. Todo lo cercano al orgasmo que la palabra escrita puede regalar.

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