Pol Pot, el genocicio y la estulticia cocotera
Por María Solís Munuera.
“Angkar no tiene dinero para meteros una bala en la cabeza. Angkar os va a dejar morir a fuego lento, de manera natural…”. Seréis reformados por medio del trabajo. Quedan abolidos los sentimientos, el pensamiento y la ensoñación. El pasado no existe, no sentiréis nostalgia. Os vestiréis de negro, os raparéis el pelo, iréis descalzos. No educaréis a vuestros hijos: pertenecen a Angkar. No os quejaréis.
Desgraciadamente, lo que acaban de leer no es material extraído de una distopía literaria o cinematográfica, nada de eso, sino tan sólo una pequeña muestra de los demenciales mandamientos implantados por Pol Pot y sus fanáticos jemeres rojos en Camboya de 1975 a 1979, hace como quien dice dos días. Aquel genocidio (y van…) acabó con la vida de casi dos millones de personas en una población de 8 millones, lo que supone un bonito 25% de camboyanos tirados a fosas comunes, todo un record. Lo cuenta Denise Affonço, una de las supervivientes de aquella locura asesina en El infierno de los jemeres rojos, editado en España gracias a Libros del Asteroide y que nos retrotrae a The Death and Life of Dith Pran: A Story of Cambodia, mítico reportaje de Sydney Schanberg publicado en The New York Times allá por 1980 y que tuvo también una (malísima) adaptación cinematográfica.
Denise Affonço trabajaba en la Embajada Francesa en Phnom Penh, capital de Camboya, cuando fue hecha prisionera y llevada a los campos de trabajo. Pasó allí cuatro años y sobrevivió de puro milagro, acumulando por el camino toda una serie de experiencias tanáticas: perdió a su marido, vio morir a su hija, a su cuñada y a sus sobrinos, asesinados por inanición o por enfermedad, y llegó a cavar la que estaba destinada a ser su propia tumba. La pericia genocida de los Jemeres, empeñados en convertir la muerte en producción, llegaba al punto de obligar a los futuros muertos a cavar hipotéticas balsas de agua que habrían de convertirse en sus tumbas. Las capas de cadáveres se alternaban con otras de cáscara de arroz para ser posteriormente incendiadas y utilizar el resultado como abono de este supuesto paraíso agrícola.
Tristemente, años después de la liberación y ya en Francia, Denise tuvo que soportar cómo un profesor universitario le espetaba tranquilamente que “los Jemeres Rojos sólo hicieron bien a su país. Visité Phnom Penh en 1978 y todo era normal, los camboyanos eran felices y gozaban de perfecta salud”. Al recorrer Phnom Penh, esta asombrosa mente pensante tuvo por fuerza que disfrutar de la vista de los espléndidos cocoteros plantados por los jemeres rojos, rebosantes de frutas y sin duda preciosos, pero resulta que no vio -o no quiso ver- que, bajo sus raíces, se pudrían los ejecutados tras la toma de la ciudad. Es de suponer que tampoco recorrería los bosques cercanos, donde se mataba a la gente de hambre y de algún que otro hachazo sólo por diversión, ni tampoco visitaría el instituto donde ejercían los mengeles particulares de este régimen. Resulta irónico que uno de los mandamientos jemeres fuera prohibir el uso de gafas (asociaban este maléfico instrumento con los intelectuales) y que la frase de un soldado al arrebatárselas a un preso fuera: “¿De verdad necesita ver de lejos? ¡No!”. Un cruel castigo convertido en el leitmotiv ideológico de occidentales idiotas a unas cómodas seis mil millas de distancia.
Tras este “incidente”, Denise Affonço decidió que había llegado la hora de aventar córneas y se decidió a corregir y publicar las notas que había escrito más de veinte años atrás para el juicio contra los líderes del régimen jemer. Antes, había callado ante la solapada indiferencia de muchos y la amenaza directa de algunos. Y es que ésta es una historia donde el silencio ha rebotado de una banda a otra desde su mismo origen (no hubo intervención alguna para liberar Camboya) hasta la posterior (y catárquica) difusión de los hechos. Banda uno: Estados Unidos había apoyado política y financieramente al régimen de Lon Nol, quien llevó a Camboya a tal estado de desesperación y terror que fue el perfecto caldo de cultivo para que la población entregase en bandeja su confianza absoluta a un líder populista como Pol Pot, recibido con esperanza y optimismo. Por si esto fuera poco, los libertadores no habían sido precisamente americanitos del norte, sino los soldados del Vietcong. Banda dos: los jemeres rojos recibían órdenes y seguían las directrices del “Gran Hermano chino”, lo que provocó el miedo a que la parte fuera confundida con el todo comunista. Resultado: más silencio. Más cáscaras de arroz sobre los muertos.
Afortunadamente, Denise Affonço venció su miedo y publicó su historia. “No escriba una novela. Simplemente cuente lo que ha pasado”, le dijeron cuando escribió las notas para el juicio y, aunque después las corrigiera y reelaborara, lo cierto es que no se trata de una novela, que Denise Affonço (a Dios gracias) no va a renovar la literatura, que no es ni Primo Levi ni Valery Grossman pero tampoco le hace falta porque el propósito de su narración -a la que técnicamente no se le pueda poner ninguna pega- es otro muy distinto. Como dijo precisamente Primo Levi: “Si comprender es imposible, conocer es necesario”. Y eso es, precisamente, lo que constituye la condición de imprescindible de este libro. Léanlo para no ser otro imbécil mirando cocoteros.
Pol Pot, otro maldito desviado con ideas economicas y sociales que han matado tanta gente. Si ustedes creen que los maoistas eran lo peor, no han visto nada. Me tope con los polpotianos hace 20 años, cuando infiltraban gente en las universidades para darle apoyo al EPR; en ese tiempo se estaban moviendo mucho en torreon, venia gente del CEU de la UNAM a reclutar porros. La mayoria de los lideres ultras de la huelga del 99 en la Universidad Autonoma de Mexico eran o son polpotianos y tienem nexos con las FARC y SENDERO LUMINOSO. No sorprendio a nadie cuando los encontraron recibiendo entrenamiento de las FARC y financiamiento bolivariano.