Pobrezas
Cuando me pongo a meditar sobre la mala fortuna de los más desfavorecidos, centro mis pensamientos en las múltiples causas generadoras de esa pobreza material que aqueja a la mayor parte de la población humana mundial. Tengo en cuenta, especialmente, la violencia lacerante del sistema económico capitalista y abogo,sin dudar, por la necesidad de modificarlo radicalmente o eliminarlo, para poner solución al constante aumento de la escisión entre el mundo rico y el mundo pobre.
Sin embargo, aquellos que, día a día, no pueden afrontar la vida misma y sufren por continuar existiendo, no son comprendidos directamente en los argumentos que planteo. Siento que nunca pienso esa desgracia en sí misma; la impersonalizo, no doy cuenta de las personas que sufren, no expongo su voz, sino que impongo el tono de mi ego.
Filosofar, me parece, en cierta manera, un proceso de separación entre el mundo y yo, entre los demás y mi individualidad. Crea una esfera donde cualquier solución pasa por la razón y la palabra. Éstas no dan, en sí mismas, alimento a aquél que lo necesite, si yo no le abarco en mi propia reflexión, si no me duele su sufrimiento en los términos que utilizo para exponer su condición. Ser consciente, de esta manera, de la existencia del otro que padece, es algo que todavía noto ausente en mi discurso y en los demás discursos sobre esta cuestión.
Uno es ser humano antes que pensador: siente antes que reflexiona. El proceso de razonamiento es siempre posterior al momento de la emoción que lo ha detonado. Olvidando en el discurso filosófico la dolorosa y humana pobreza material en su más íntima realidad, negamos nuestra condición de seres humanos con sensibilidad empática. Nos realizamos como entes que plantean una solución racional pero no se hacen cargo del sufrimiento contenido en el problema.
Por lo dicho, generamos una dinámica de conformismo que, honestamente, no estábamos buscando. Esto acontece porque nuestra exposición se da en una biografía, la mía y la de muchos, que está marcada por lo propio y sus propiedades. Nuestra vida es un privilegio del que no nos damos suficiente cuenta. Nacimos con la posibilidad de desarrollar nuestra existencia sin apuros materiales; comemos, bebemos, reflexionamos y escribimos sobre la pobreza, rodeados de facilidades (en comparación con los seres humanos a los que estoy aludiendo).
De cara a salir de esa insensibilidad reflexiva, creo que el primer paso consiste en apreciar nuestro día a día a cada paso que damos, a cada instante que pasa, en cada sentimiento que nos posee. El agradecimiento que así fomentamos implica dignificar el hecho mismo de vivir, lo que nos lleva a sentir la diferencia del otro respecto a nosotros y a la vez su igualdad como ser con capacidad de sufrir. Ver, con el corazón, la distancia material que nos aleja de los pobres y el dolor que nos equipara a ellos supone el cambio definitivo hacia la verdadera compasión. Ésta produce, inexorablemente, un discurso racional que abraza y comprende a las personas individuales cuyas cuitas pretende desvanecer.
La vuelta a la sencillez de la vida que este proceso supone no ha calado aún en mí.No soy plenamente consciente de mi buena fortuna y del aventajado existir que llevo, no valoro el regalo que supone ser humano en estas condiciones y, por ello, padezco pobreza espiritual. Esta enfermedad se caracteriza por determinar un devenir vital olvidadizo e indiferente; una inconsciencia sentimental cercana a la voluntad indolente. Superarla es una tarea díficil, como hemos expuesto, pero, si buscamos realmente hacer de la filosofía una disciplina terapeútica, es un esfuerzo necesario.
“La filosofía como una disciplina terapeútica”
Eso es!