El día en que me sacaron para ducharme de nuevo
Por Alberto Masa.
Me pongo a reflexionar sobre este nuevo año de la única manera en que sé reflexionar, es decir tecleando. Tecleando se reflexiona muy bien, la verdad. Los que no reflexionan nada tienen pinta de pensador, por la ropa y la postura, pero las ideas -o lo que sea eso- como salen es tecleando. Empiezo este día 31 con mi pijama (el azul) y alrededor no hay siquiera los restos de mi habitación, que está hecha de libros, todos de estilistas, y de pájaros, todos alucinados. Me hecho una cingla de loco en medio de esta locura que a veces ha sido llamada simplonamente Madrid. La primera vez que llegué al psiquiátrico (Esquerdo, 1996) ya me habían metido en la camisa de fuerza. Se siente uno puro dentro de una de esas camisas que además son muy chic. El universo era una sandía quemada y, mientras yo estaba dentro de mi camisa, los conductores de la ambulancia hablaban de lo que pasaba en sus casas ¿Qué mundo era ese? ¿Cómo podían existir siquiera sus casas? Yo miraba por la ventana. Mis pelos eran largos -tenía entonces una melena de príncipe negra- y por la ventana veía un repetir de luces y el sonido de una sirena que aún hoy resuena en todas las camisas que me pongo para estar majete. Ya dentro del psiquiátrico, una monja me espulgaba el demonio de entre el pelo, que estaba sucísimo, porque yo había mandado a la imagen a lavarse por mí allá donde hiciera falta y la pobre me devolvía a un estudiante que, la verdad, no hacía falta en ningún lado. Yo, que creía que tenía amigos y novias, me ví ante el despacho del señor psiquiatra y dije que no sabía en qué día estábamos y, aún hoy que vivo en ese día, no lo sé.
Era una noche fría como esta y nadie estaba en su casa celebrando la Navidad, el fin de año o como narices se llame esto. Mi novia era una chica impar que siempre estaba acompañada de borriquitos, aunque serían mejores las novias que me esperaban en el frenopático: todas me querían y eran inmensas debajo de sus ropas de dormir. Allí hablé con Puskin, que tenía miedo a cruzar los marcos de las puertas, y con Robinson Crusoe, que se había convertido en autor. Allí tocaba el piano roto, que es el único piano que funciona bien en mi grande y mala memoria. Y desde allí, adonde volveré si es que España vuelve a gozar de esos parques de atracciones de los que tanto necesitamos los pobres locos, es desde donde brindo hoy por el año, acompañado de mi amigo, el granadino Lovecraft, el día en que dijo que jamás saldría de su habitación.
Hoy mi padre ha partido queso, la casa está en paz y, debido a mi –mala- fama, no han traído champán, que tanto se encarga de mirarme hacia el futuro y tan buenas soledades me ha hecho pasar partiéndoles la cara a todo aquel que viniese a usar mi soledad o a robármela, y luego rompiéndoles las piernas para que no andaran con ella, pues es la soledad de alguien en verdad dedicado a la literatura y no esos modelitos que me sacan en la televisión, en los programas serios. El año ha sido el año y España ha ganado el mundial. Yo lo he celebrado como todos, en mi celda. Qué grande es Andresito Iniesta. Cuando me hicieron la cura de sueño me dieron unos calzones sucios y me quitaron los míos, que no me dio tiempo a mirar si estaban sucios o limpios. Al despertar, el mundo entraba por una diminuta ventana puesta en el techo y por la que no cabía el canto de ningún estúpido grajo. Era una habitación para no suicidas, que son las peores que hay, bien lo sabe Dios. Hoy leo El desierto y su semilla y veo, más allá de la ciudad, el día en que me sacaron para ducharme de nuevo, en un hoy en el que padre está partiendo jamón y en la televisión se desnudan los osirios. La nota de humor la pone aquello de que la realidad es un truco y que, hoy, aparecen de nuevo en los alfeizares los colores de la infancia, llena de niños, para los cuales la Navidad es un avión puesto en las manos y mi cerebro un rifle a punto de ser cargado por un manco en el salvaje Oeste. La monja desapareció y me besaron unas estudiantes de no sé qué que había por allí aprendiendo oficios. Yo me sentaba y era Glenn Gould ante el piano roto contándole que Napoleón, en Elba o como se llamase, era el más siniestro de todos los hombres. Me encantan los villancicos y los Reyes Magos. Mis estrellas se han caído fabricando un suelo hecho de metal en el lugar donde escribo para entenderme, un sitio cerrado donde jamás se le ocurriría entrar al demonio. Que 2011 sea bueno con nuestras ropas y que forniquéis mucho y sano, amigos y amigas; y a mis novias, que eso, que sigan tan bonicas como siempre.
Que tus deseos se cumplan, noble escudero.