Qué bello es vivir
Por Fernando Marañón.
Anoche soñé que volvía a Manderley
La víspera de Nochebuena una gran campana volteó en la pantalla antes de que el nombre de la productora Liberty films apareciese sobreimpreso y diera paso a una sucesión de clásicos tarjetones navideños, por los que desfilan los artífices de la película más conmovedora de los diciembres occidentales desde que nació la televisión y un milagro permitió durante décadas emitirla sin pagar derechos.
Hace 65 años, cuando el invento del cine no tenía medio siglo y la TV estaba en pañales, un director llamado Frank Capra decidió empezar su película más realista saltándose todas las reglas de la verosimilitud que imaginarse puedan. Porque, tras unos planos de pueblo nevado del que parten un sin fin de oraciones por un tal George Bailey, Capra nos lleva directamente al espacio sideral, donde dos constelaciones que representan a San José y al mismísimo Dios hablan de ese hombre por el que todos rezan. Para ayudarle en un instante de suprema desesperación personal enviarán a un relojero –como es lógico, ya fallecido- aspirante a ángel, al que contarán primero la vida de George Bailey. ¿Alguien da más? El mismo Capra, porque en realidad la historia sólo ha empezado y una serie de flash-backs descubrirán la prodigiosa e irrefutable verdad de ese hombre que encarna con bondad y fiereza el gran James Stewart.
“Creía que un drama era cuando llora el actor, pero la verdad es que lo es cuando llora el público”, escribiría Capra en sus Memorias muchos años después. Y tenía razón. Parece mentira que un tipo como Bailey, alto y cordial, que fuma en pipa y lleva sombrero, al que desde niño le gustaban la aventura y las mujeres bonitas, tuviera que condenarse por mero sentido de la responsabilidad para con los suyos a vivir en una población que jamás saldrá del blanco y negro. Pero lo potente del guión y de su puesta en escena es que el mundo está lleno de tipos así, incluso ahora, cuando ya no se lleva el sombrero y apenas si se puede fumar. Lo que pasa es que nadie tiene la oportunidad de ver el valor de sus sacrificios en vivo y en directo y presta poca atención a las ocasiones que lo muestran con mayor frecuencia de la que creemos. Porque es más fácil fijarse únicamente en los desagradecidos y verle a la ciudad aspecto de Pottersville. Ese es el verdadero drama y el público lo sabe.
George Bailey, tan humano como cualquiera, es un hombre atrapado en todo aquello que no tiene más remedio que hacer, casi siempre a su pesar. Y por si esto fuese poco, hacerlo mientras se defiende del avaro Potter, que intenta corromperle o destruirle una y otra vez. Afortunadamente tiene a Mary y a sus hijos. A su madre viuda y a su brillante hermano pequeño. Al viejo tío Billy y a sus mejores amigos, el policía y el taxista. Y un montón de gente a la que viene sirviendo sin otra ambición que marcharse a conocer un mundo lleno de “Pottersvilles”. Incapaz de darse cuenta de que su ciudad nunca será un Pottersville porque él no ha permitido que lo sea. Y que por eso es George Bailey “el hombre más rico de la ciudad”.
Sólo hace falta seguirle en su peripecia, antes incluso de la oportunidad que le ofrece Clarence de conocer la vida de los suyos si él no hubiera nacido, para comprender el auténtico valor de un hombre. Es decir, que anoche la película volvió a producirme el mismo efecto de siempre, el mejor que puede experimentarse en Navidad: Al terminar de verla soñé que todos los Pottersville podían ser Bedford Falls.