Los nombres
Por Carlos Frühbeck.
Cuando tenía veinte años creía que había un secreto detrás de cada palabra. Que nuestro idioma era solo la caricatura de la primera lengua. Que la primera lengua es la única realidad posible. Que cada vez que un hombre habla se cubren de vaho los espejos y el mundo envejece. Que las primeras palabras eran anteriores a cualquier mundo. Y que nosotros vivimos en el frío porque cada vez que decimos entra la niebla por el quicio de las puertas. Y yo tenía veinte años y decía que era poeta y que había nacido para devolver la vida a las únicas palabras que podían explicar todo. No explicar todo. Las únicas palabras que eran todo. No sé por qué recordaba eso quince años después mientras el autobús de la Sulga entra en Roma y es Noviembre y en el asiento de delante hay una chica con sobrepeso y lleva el pelo corto y teñido de color caoba y está escuchando música y nos la hace escuchar a los demás porque desde sus cascos se puede oir perfectamente la letra de Ogni tanto de Gianna Nannini y en el respaldo del asiento hay pegados dos cromos de Hello Kitty y yo no sé, en realidad, a dónde me dirijo. Sé que voy a la estación Tiburtina y que después tomaré un tren que me llevará a Termini y, desde allí, un autobús que me llevará al aeropuerto de Ciampino pero no sé realmente a dónde me dirijo. Sólo después.
Vamos estamos entrando en Roma por el raccordo anulare y una avenida de pinos mediterráneos nos recibe y sus copas me recuerdan el humo de una hogera y se ven los estudios de la RAI, sus ventanales de cristal oscurecido enmarcados por una cuadrícula de cemento y nos detenemos ante un semáforo en rojo y veo dos prostitutas con botas de tacón de aguja y vaqueros ajustados y el cuello de sus abrigos subido hasta las orejas porque ya son las cinco y media de la tarde y ya anochece y empieza a hacer frío en Roma y un Ford Focus metalizado se detiene delante de ellas y empieza a anochecer y se tienen que subir los cuellos de los abrigos porque hace frío de verdad y nosotros pasamos de largo y el cielo está lleno de bandadas de estorninos que pían como si se hubieran vuelto locos y las bandadas de estorninos me recuerdan manos que gesticulan, que se abren hacia mí y me llaman y me dicen nosotros conocemos el idioma con el que soñabas, sólo tienes que seguirnos y, de repente, se posan en los árboles y desaparecen como el idioma con el que soñaba cuando tenía veinte años y me digo que si me siento triste es por la balada de la Nannini, que habla del amor que siente por la hija que ha tenido con cincuenta y cinco años, amor que no has dado nada al mundo, y que todo esto que no tiene nada que ver con que yo fuera un idiota cuando tenía veinte años y que he leído en algún sitio que si viéramos de cerca una bandada de estorninos, lo primero que pensaríamos sería en la desesperación, en la profunda desesperación de los pájaros que no saben qué dirección tomarán dentro de medio segundo y descubren que volar es una cadena de intentos frustrados de suicidio y que, por eso, hay que seguir volando y que basta alejarse tres pasos de la locura para encontrarse ante un tratado de geometría analítica o ante una bandada de pájaros que vuelve a alzar el vuelo cuando llegas a la estación Tiburtina y, afuera, un vendedor ambulante de ropa de señora se pone a dar golpes con un garrote contra su puesto de chapa para que los estorninos que hay posados sobre los árboles junto a los que se ha instalado levanten el vuelo y no le llenen el género de cagadas y los estorninos levantan el vuelo y se encienden de golpe todas las farolas y uno no cree en las casualidades y uno piensa que de verdad era un idiota si creía que combinando hasta la náusea las palabras del idioma de los hombres iba a descubrir una verdad que lo superara, que no estuviera en su interior y lo hiciera sufrir.
Dos días después mi padre me dijo en una habitación de hospital que lo inquietante de la planta era que no se escuchaban ruidos por la noche, que, por dios, aquí hay gente que debería estar desesperada, que se encuentran en situaciones límite o a la espera de una situación límite y, sin embargo, no se oye una voz más alta que otra y que cada noche las enfermeras llegan con perfecta puntualidad a suministrarte tu medicación y a medirte la tensión y a tomarte la temperatura proyectando una luz sobre tu frente y hacen lo posible para recordarte que aquí el trato es exquisito y date cuenta de que dentro de las habitaciones el olor es casi como el de una casa habitada por un futuro, que el olor a desinfectante está en los pasillos y por la noche nadie se desespera. Puedes ver caras largas en los pasillos. Quizá haya gente que llora en los retretes de la cafetería y se olvida pañuelos húmedos sobre los lavabos pero hay un orden perfecto cuando llega la noche a las habitaciones del hospital y al otro lado de las ventanas se ve Madrid iluminada, tan lejos, una línea brillante más allá de un descampado y un centro comercial en construcción y las luces son como una invitación a seguir respirando, a seguir respirando. Eso es lo que importa a fin de cuentas: seguir respirando pero este silencio es inquietante, inquietante y yo escucho a mi padre y me digo que este paisaje está en mi interior, que mi padre está viendo por la ventana un trozo no pequeño de mi alma y que quiero a mi padre, que si es verdad que existe un lenguaje como el que soñaba cuando tenía veinte años, daría lo que pudiera por llamar a mi padre por su verdadero nombre, que tenemos que tener un plan para salir de esta. Me repito que tiene que existir un plan mientras estoy sentado en un vagón de metro y ya no sé si voy o vengo del hospital. Sólo sé que estoy sentado en un vagón de metro y que siempre escribo de cuando estoy solo, de cuando renuncio a vivir y me dedico a estar en el mundo. Que siempre hablo de salas de espera, de extraños que no conoceré, de transportes públicos y calles en las que sólo se puede caminar y qué diría mi padre de todo esto y el tren ha aminorado su marcha para hacernos ver una vieja estación restaurada, ruinas abandonadas en mitad de un túnel, y yo tengo un libro cerrado sobre mis rodillas y he desistido de leer porque no me enteraba de nada, era como si mi vida se filtrara sobre la historia impresa y transformara todo en un borrón y a mi alrededor los otros viajeros miran al vacío como si la electricidad se hubiera perdido dentro de los cables de cobre, dentro de cada sistema nervioso, y no encontrara la salida y yo quiero a mi padre y me pregunto qué es lo que puede significar esto para los que lo ven desde fuera, qué es lo que puede significar esto mientras el tren atraviesa los túneles subterráneos, las adolescentes sonríen a las pantallas de sus móviles y que si es posible siquiera significar mientras el altavoz repite los nombres de las estaciones.