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«Cuenta atrás», Marina Carretero Gómez

Por Marina Carretero Gómez.

Cuenta atrás

El día que Carmen cumplió cuarenta y cinco años, se prometió recuperar el tiempo perdido. Acababa de salir de la ducha, cuando sus ojos dieron con el reflejo de su cuerpo desnudo en el espejo. Se conservaba muy bien para la edad que ese día cumplía, pero la nostalgia y el miedo no entienden de medidas geométricas. Se vio los pechos muy caídos, la piel demasiado fláccida, y un exceso de grasa en las caderas y los glúteos. Por no hablar de la celulitis y de las incipientes varices que amenazaban en convertir sus piernas en un auténtico mapa de carreteras. Llevaba demasiado tiempo sin teñirse el pelo, y ya el moreno estaba siendo exiliado por unas gruesas raíces blancas. Y las penas… Tenía dolores en la frente, en los ojos, en los labios. Se sintió enormemente vieja. Trató de hacer memoria, pero la vida se le antojó como un inútil salto al vacío desde la infancia hasta el espejo. Y se prometió recuperar el tiempo perdido.

Esa noche soltó la noticia durante el brindis de la fiesta sorpresa que su familia no había conseguido ocultar, aunque ella se había esforzado por hacerse la ingenua.

–        ¿Que qué? – dijeron todos al unísono.

–        Que he decidido operarme.

Hubo risas, incredulidad, quejas. ¿No era ella la que siempre arremetía contra la sociedad moderna, que exalta una belleza plástica y denigra a la mujer hasta límites insospechados? ¿Dónde habían quedado esos argumentos? En los cuarenta y cuatro años, sentenció ella.

Vivir con las prisas a cuestas acaba reflejándose en el cuerpo. Y Carmen veía en el suyo una adolescencia interrumpida, un único amor convertido en matrimonio a temprana edad, un vientre guardando dos vidas, una al año de casarse, la otra tres años después, con un terrible dolor en medio de las dos, la que hubiera sido la tercera. El trabajo estaba en las comisuras de sus labios. Sus hijos, en las arrugas de su frente. Su matrimonio dormía en sus pechos y en sus piernas. Las lágrimas, en los riñones. Nunca había temido hacerse mayor, hasta que no encontró en el espejo ningún escombro de su juventud.

Sus hijos fueron los más reticentes. No aceptaban que su madre se hubiera convertido en una de esas señoras que al filo de los cincuenta intenta luchar contra lo que sólo es el curso natural de los acontecimientos. Tenían miedo de llegar un día a casa y encontrarse con una mujer sin expresión, con una estatua de cera, treinteañera, sí, pero sin vida. Sin las noches de sus dieciocho años fuera de casa, robándole el sueño, justo en la orilla del ojo izquierdo. Sin el viaje por Europa en tren ni los veranos en el extranjero aprendiendo idiomas, en esa marca en la comisura de la boca a forma de preocupación revestida con una sonrisa. No querían ver desaparecer el cáncer de su padre de la barbilla, soportando el llanto. Ni que se esfumaran esos muslos y ese vientre de estrías, como llamaba ella a las señales que reflejaban que ellos habían estado ahí dentro, comiendo de y por ella, estirando su piel. Ellos, los más jóvenes, fueron los que más intentaron disuadirla de su lucha contra lo absurdo. Porque hacerse mayor es un dolor necesario. Hacerse viejo, sin embargo, un sufrimiento prescindible.

Tuvieron que aceptar que el resultado fue espléndido. Un año después, cuando su madre cumplió los treinta y ocho, se reían de sus propios miedos. Era justo reconocer que todo había ido mejor desde entonces. Carmen era de nuevo una mujer alegre, bellísima, coqueta. Había vuelto a hacer el amor con su marido como cuando jóvenes. Él, rejuvenecido sólo de verla a ella, de nuevo la buscaba bajo las sábanas, la sorprendía en la ducha, le jadeaba al oído. Ya no se acostaba con otras mujeres, como hacía muchos años había empezado a hacer, sin molestarse en los últimos tiempos ni siquiera en ocultarlo. El cáncer que destruyó su pulmón derecho había sido el detonante, porque Carmen sabía que desde entonces su marido no la veía como mujer, si bien hacía mucho que las noches estaban sólo para dormir, y la cama de matrimonio era demasiado pequeña para los dos. A partir de entonces había sido sólo su compañía, su enfermera, la mano que agarrar durante las sesiones de quimioterapia, la imagen de una vida demasiado antigua que recuperar en cuerpos de jóvenes prostitutas y polvos de una noche. Pero eso había quedado en el pasado. Ahora ella había vuelto, y disfrutaba de un cuerpo sin exceso de curvas, de unos muslos dignos de cabalgar sobre él cada madrugada.

Cuando cumplió treinta y cinco años, Carmen empezó a sentirse asfixiada. Descubrió que no había arrugas que le recordaran sus penas, ni varices que le gritaran que la muerte había dejado de ser para otros. Sin embargo, un extraño gris se había instalado en su retina, y un pinchazo le cortaba cada noche la respiración, mientras su marido se movía dentro de ella. A los treinta y tres años decidió irse de casa. Su marido había cumplido los cincuenta más un cáncer; sus hijos, con veintiocho y veinticinco años, ya se habían independizado. Su espalda no dio tregua a las infidelidades pasadas, que comenzaron a doler demasiado tarde, y los años de tareas domésticas y sacrificios personales subieron de sus piernas, cada vez más pesadas, a su cabeza, recordándole que todavía era joven para disfrutar.

Se compró un apartamento para ella sola. Empezó a salir de noche, y a disfrutar de esa vida que nunca había conocido. Celebró los treinta y un años en el baño de un local nocturno, entre la pared y las embestidas de un joven cuya edad no fue capaz de calcular. O de recordar.

Al mes de cumplir treinta años, su hijo mayor la alcanzó en edad, y le dio la gran noticia: iba a ser abuela. La sorpresa le provocó una arruga que hubo que sanar de inmediato, pero desde entonces la relación con sus hijos volvió a estrecharse. Cuando se marchó de casa, quedaron desolados, y su marido perplejo. No lo he visto venir, dijo, ¿no nos va ahora precisamente mejor que nunca? Carmen tardó en reconciliarse con el pasado que había mantenido con él, aunque finalmente lo consiguió. Sus hijos estaban empezando a respetar la vida que ella había decidido llevar, aunque no la aceptaban del todo. Prefirieron ser ciegos, etiquetar el nuevo estilo de vida de su madre como transitorio, y dedicarse a aparecer cada quince días con una sonrisa y el monedero lleno para invitarla a comer.

El anuncio de su futura condición de abuela coincidió, en lo que ella creyó una mágica casualidad, con su primera falta. Sin embargo, cuando fue al médico para despedirse de los últimos restos de su juventud, con una punzada de dolor en el estómago, una nueva realidad se le mostró tajante. Estaba embarazada. Su imaginación y sus recuerdos jugaron a dibujar en su mente una fotografía futura, en la que, simplemente por ser madre, era joven. La vida aún a tiempo, la ilusión estéril, los miedos, de otros. Y dudó. Consciente de los riesgos que conllevaba su estado a su edad, dudó. Pero la misma imaginación que aún la hacía madre, devolviéndole todo el tiempo consumido, fue transformándola en abuela, en una abuela con un hijo menor que su nieto. Esa posibilidad le dolió en la piel y en el mismo centro de su maltrecha juventud, exactamente en el lugar en el que crecía el hijo que en ese momento decidió no tener. Una mañana, y sin que nadie llegara a enterarse jamás, abortó.

La verdadera menopausia llegó dos años después, cuando unos nuevos retoques en las incipientes arrugas de la cara, en los pechos y en el vientre le hicieron cumplir veinticinco años. El nivel de estrógenos se hizo brusca e inversamente proporcional a la grasa que de un día para otro decidió instalarse en sus caderas, en cantidades nunca conocidas por su cuerpo. Hasta que una noche conoció el remedio. Acababa de hacer el amor con un hombre al que había conocido unos días antes. Estaban desnudos, tumbados en la cama de su apartamento, cuando él le ofreció una solución vestida de blanco. Ya hacía meses que notaba que las noches eran más largas, que los músculos que por fuera se habían librado de la celulitis, por dentro no perdonaban los años. Estaba cada vez más cansada, encerrada en ella un esqueleto de cincuenta y dos años de vida. Ella, que había educado a sus hijos a la par que los eslóganes de la televisión, sabiendo decir no, quiso decir sí. Y la primera raya le dio un escalofrío. Con la segunda, cumplió los veinte años, de nuevo la noche impúber, de nuevo el sueño escondido, los músculos rejuvenecidos y los orgasmos eufóricos. Se acostó con más hombres de los que pudo jamás imaginar. En cada cuerpo se sintió más deseada que en el anterior, porque cada vez necesitaba aferrarse más al deseo ajeno. No pidió amor a ninguno de los hombres que poblaron sus sábanas, extasiada del que una vez la consumió.

Pero como el amor no se exige ni pide permiso, a los dieciocho años volvió a instalarse en ella. Él tenía cinco años menos y una enfermedad todavía muda. Se había descubierto solo en el umbral que separa estar a tiempo de ser demasiado tarde. Y fue exactamente como la primera vez. El deseo de sufrir juntos los estragos del tiempo era un lienzo en blanco, sin manchas ni arrugas pasadas, pues el olvido y la cirugía habían empezado a pinchar la colchoneta de la experiencia.

Murió seis años después. Ella sólo tenía quince años, y se sintió huérfana. Vivieron juntos cinco de esos seis años, conscientes de que no disponían de tiempo para derrochar. El apartamento quedó desnudo; su piel, vestida de recuerdos a los que ni siquiera el bisturí logró vencer. Con él la vida había recobrado su sentido, las pérdidas se habían equilibrado con la serenidad, y el sexo había dejado de ser un trueque de soledades. Y quedó estancada como el adolescente que se niega a madurar, como el adulto que se aferra a los últimos vestigios de su adolescencia, al derecho de irresponsabilidad y derroche, al desenfreno y segundas oportunidades.

Estancada continuaba cuando apagó las velas de su octavo cumpleaños. Alcanzada la edad de la jubilación, sus hijos decidieron que había llegado el momento de que se fuera a vivir con ellos, seis meses con cada uno. Así estuvo algunos años, vagando de casa en casa, goteando en cada traslado las sombras de antaño, cada vez más cerca de la mujer que se sorprendió un día de repente con cuarenta y cinco años, los pechos caídos, demasiada grasa en las caderas y los glúteos, el vientre fláccido, incipientes arrugas en los ojos, en la boca y en la frente, y el pelo canoso por mal teñido. Cada vez más cerca, y cada vez más lejos, porque un día, sin bisturí de por medio, alguien comenzó a extirpar los pliegues de sus recuerdos. De a poco se fueron alisando las arrugas de su memoria, y los recovecos de sus dolores se vieron invadidos por el olvido. Después cumplió tres años, y después dos, y el lenguaje se fue difuminando, arrastrando con él todo lo que una vez desterró.

Un día despertó llorando. Las luces del techo la cegaron. Cuando pudo abrir los ojos, sólo alcanzó a distinguir algunas figuras vestidas con batas blancas. Ya la tenemos, dijeron. Ya está aquí. No conocía a nadie. Pero daba lo mismo. Al fin y al cabo, tenía toda la vida por delante.

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