Haciendo amigos (2)
Por Pedro de Paz.
—Yo… he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser… Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir.
( Blade Runner, Ridley Scott – 1982 )
Advenedizos
Según el diccionario, la definición formal de advenedizo describe a una persona «que, siendo de origen humilde y habiendo reunido cierta fortuna, pretende figurar entre gentes de más alta condición social». Siendo menos precisa, prefiero otra acepción más coloquial que refiere a la condición de aquél que, siendo un recién llegado en cualquier ámbito, presume de modos y maneras de alguien entendido en la cuestión. No tengo nada en contra de los principiantes. Todos, en un momento u otro de nuestra vida, hemos sido y somos recién llegados a alguna parte. Sin embargo, sí me han molestado siempre de una forma particular los impostores. Particularmente aquellos que, aquejados de una cierta soberbia, terminan por cobijarse y creerse su propio espejismo.
Hace unas semanas tuve un encuentro muy particular. Me encontraba en una reunión socioliteraria de esas a las que nos gusta tanto acudir, la presentación de un libro si no recuerdo mal. Le vislumbré a lo lejos, rodeado de un corro de gente. Se trataba de un personaje conocido, «mediático» lo llaman ahora, cuya popularidad había crecido a la sombra de contextos ajenos a los literarios. Algún avezado asesor de marketing de la editorial le habría dicho que sería interesante que se dejase ver en ciertos ámbitos culturales y por allí andaba la criatura, exultante por mantener relaciones de aparente calado intelectual y por comprobar el efecto que causaba en cierto sector de los asistentes, femenino por más señas. En un momento de la velada se acercó a mí de la mano de un conocido común que le hacía de alcahuete social. Juro que yo no albergaba ninguna animadversión previa hacia el individuo, me resultaba indiferente, pero al susodicho le bastó una única frase para hacerme cambiar de opinión.
—Hola Pedro —introdujo el amigo común—. ¿Os conocéis? Este es Mengano de Cual.
—Lo sé. Le conozco de haberlo visto en televisión.
—Y éste es Pedro de Paz.
—¿Tú también has publicado un libro? —me preguntó al tiempo que estrechaba mi mano regalándome una mirada de suficiencia.
«Tú también has publicado un libro…». En eso quedan tus cuatro novelas, tus dos premios literarios, tu participación en antologías de relatos, tus lecturas dejándote las pestañas para aprender cómo los clásicos lograban que lo suyo fuese tan bueno, tu asistencia a conferencias, tus horas de análisis de textos buscando la piedra filosofal que permita convertir tus escritos en textos aceptables… En eso quedan. En que un gañan que en su vida sabrá ni cómo se emplea un adverbio y al que, aprovechando la coyuntura de su popularidad, un negro —de los literarios, no de los de África— puesto por una editorial le ha escrito 300 páginas de algo que puede oscilar entre una novela pueril y un soporífero libro de autoayuda, te pregunte en tus narices si «tú también has publicado un libro» con cara de decir «¿Ves? Yo también lo he hecho. No es tan difícil».
Y en ese momento vienen a tu memoria tus amigos inéditos que, habiendo escrito novelas muy válidas y solventes, siguen siendo inéditos. Y las buenas novelas que circulan entre el corrillo de escritores amigos —«¡Oye!, échame un vistazo a esto y dame tu opinión. Pero sincera, ¿eh? Que para que me digan que qué bien escribo ya tengo a la familia»— y que llevan dando tumbos varios años sin nadie que les preste atención. Y las dificultades que entraña encontrar a día de hoy no ya que un editor te publique un texto sino, simplemente, que conceda unos minutos de su tiempo a echar un vistazo a algo que le entregas. O que tus méritos se midan y acrediten en función de la cantidad de personas que seas capaz de convocar, sea resultado o no de tus habilidades literarias.
Y la única satisfacción que te queda ante situaciones como la mencionada es imaginar que, a la vuelta de dos o tres años, tú seguirás en activo. Aprendiendo —nunca se deja de aprender—, publicando, agradeciendo a tu más o menos nutrido grupo de lectores el que te sigan siendo fieles… Con suerte incluso algún magazine digital de Internet dedicado a la Cultura cometerá la insensatez de ofrecerte una columna de opinión porque consideren que tu opinión puede ser relevante para alguien mientras que, en el caso del otro, lo raro sería que de su libro volviese a saberse algo. Y quizá, de él tampoco. Es insana, lo sé. Pero no deja de ser satisfacción al fin y al cabo.
—Sí, he publicado un libro. Y, además, lo he escrito —respondí con toda la sorna de que fui capaz.
Parque Coimbra, diciembre de 2010
Es «juerte» muy «juerte», pero es tal y como lo cuentas. Algunos incluso llegan a plantearse el tema de una forma mucho más «interiorista» y dicen: estaba yo el otro día dándole vueltas y me dije, si ésta ha escrito un libro yo también puedo» y se quedan tan a gustito. Otros: «el otro día mi marido me dijo, si a ella le han cogido el texto en una agencia, por qué no te lo van a coger a ti» o: Oye, lo has escrito tú o la editorial te lo ha escrito?
A mí, Pedro, lo que más me gusta es dejarles, dejarles que sigan su camino. Ni tan siquiera me molesta lo que dicen. Sé de mi trabajo y con eso tengo suficiente, no tengo por qué, ni quiero demostrarle nada a nadie.
Creo que recordarás mi anécdota cuando escribí mi primera obra: alguien me preguntó que a qué me dedicaba y yo le dije que era escritora. Esta persona me respondió: y qué escribes, la lista de la compra? Por cierto, no era un hombre, era una mujer.
¿Y no podemos conocer la identidad del susodicho?