Por Guillermo Aguirre.

Foto: GTA IV

De un tiempo a esta parte sólo encuentro cierto abrigo en los videojuegos. Pese a su insatisfecha violencia (GTA IV), sus reiterativos diálogos o misiones (Gothic 3) o su brevedad (Mafia II), al menos los videojuegos, de algún modo aún prehistórico, intentan contarme una historia, cosa que, desde Stevenson, parece no conseguirlo la literatura, convertida en un sumidero de tesis varias, metalenguajes muchos y elevadas razones de existir. Pese a la aún esquelética trama en los videojuegos y aunque Vargas Llosa nos haga llorar en su discurso del Nobel y regale a la academia un relato inédito (no es broma, será el mejor pagado de sus relatos), los juegos contienen una humanidad lúdica de la que la literatura se intenta deshacer desde los santos existencialistas y aún antes. Contar una historia es el origen de todo y sino que se lo digan a los apóstoles. Los periódicos lo saben hoy mejor que los autores y por eso amenazan con Wikileaks para los próximos seis meses. Se reúnen en sótanos y le dan fecha al material, lo ordenan y van construyendo la trama del diario. Wikileaks también lo sabía, lo de contar una historia, o varias, pero parece que está tan demodé que ahora incluso te encierran por ello, que Le Carré se aguante los machos que va el siguiente. Y es que la literatura no perdona.

Los videojuegos ya recaudan más que la industria de la música y del cine (de la literatura mejor no diga nada). En su primera semana WOW (o su decimocuarta entrega), una de esas aventuras en las que eres un monstruito épico en un mundo épico con magias de colorines y muchas cosas por hacer, ha recaudado más de lo que recaudó la película Titanic, que fue un montón y eso que todo el mundo se sabía el final. El éxito responde a nociones de preescolar: los videojuegos recrean un mundo más sencillo que éste en el que nos ha tocado vivir. Dicen “ve aquí y haz esto”, “ve allí y haz lo otro”. Y tú vas y lo haces y la historia tiene la gentileza de avanzar vertiginosamente a tu alrededor, como el agua en un retrete. Las novelas de aventuras seguían el mismo esfuerzo relativo, comenzaban con el planteamiento del objetivo y acababan una vez conquistado dicho objetivo: vamos a por un tesoro, luchamos, encontramos el tesoro. Fine. El hombre común encuentra en este mundo más sencillo no sólo placer lúdico (tesoro), sino una tranquilidad desmesurada que le hace flotar a salvo de los bancos y sus hipotecas, la bolsa, el filosófico deambular de sus vástagos, la deforestación del bosque de la política y a salvo de todas esas novelas que intentan recordarle a los bancos y sus hipotecas, a la bolsa, al filosófico deambular de los vástagos o a la deforestación de la política.

En un mundo en el que Laporta consigue cuatro escaños con un sólo lema de partido (a saber, “mejores las butifarras”), en el que Belén Esteban y Carmen de Mairena parecen llamadas a la política pasando primero por los quirófanos y en el que la cesta de Navidad siempre contiene ese tarro idiota de melocotón en almíbar con el que nadie sabe qué diantres hacer, en un mundo así, con literatura de calidad para judíos y economistas de entretiempo, con arte de galería, canapé y traje siempre negro de cuello vuelto, con un cine de preocupación social para burgueses que odian las palomitas, en un mundo del Upper End Side (y debe de ser End y no East), el ciudadano medio cada vez encuentra menos libertades, menos fórmulas de escape al nudo marinero de su corbata de seda. Y es que la cárcel, mi querido Julian Assange, cada vez se parece más al mundo real, cada vez se parece más a la literatura que habla del mundo real, cada vez se parece más al melocotón nuestro de cada día con su bote de vidrio duro y con su almíbar. Y hasta el mundo virtual (tu Internet, Julián) también se parece, cada vez más, a una inmensa cárcel con celdas que sólo se abren con la llave de PayPal. Por todo ello, estas navidades regala un videojuego del que no se pueda emerger hasta pasada la cuesta de enero o ponte ciego a melocotón en almíbar mientras lees a Bernhard, pero no me llames por teléfono (ni se te ocurra) porque estaré poniéndome las botas a matar bichos mientras no pienso en absolutamente nada de nada.

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