Celacanto. XVI Premio Lengua de Trapo de Novela
Por Deborah Antón.
“Diez años, nueve, separan el despertar en medio de la seguridad en una cama de noventa de la vida familiar y la certeza de que ya nada volverá a ser inocuo.”
La historia contada en Celacanto aprieta un botón que nos lleva de vuelta a esa realidad universal que es ser un niño. De nuevo eres pequeño y estás solo y asustado. Ves monstruos, pero nadie te cree. Tu habitación, el plato de lentejas, la bañera caliente, el ruido de los coches que pasan por la autopista de madrugada… No conoces otra cosa, pero intuyes que todo apesta. Es un sentimiento de anticipación. Cuando creces, las cosas no son distintas. La gente es infeliz con su vida y sólo pretende vivir tranquila, sin que nadie les fastidie. En el fondo, todo es triste e insatisfactorio.
Jimina Sabadú consigue crear una atmósfera opresora que late y está viva. Es una gran observadora de lo cotidiano (de lo importante) y de lo que se esconde debajo de ese nivel, como el polvo debajo de la alfombra. Cada personaje tiene un fondo y un motivo que le mueve y Jimina consigue retratar así las turbias relaciones que se crean entre los niños con otros niños (“Jorge se obliga, por puro miedo, a estar con otros niños, que lo aceptan, aun sin ganas, en sus grupos”), los padres y sus hijos y los padres entre sí (“Todos los padres se odian y te odian. Aunque a veces te regalen zapatillas de mayor”).
Se cuentan muchas historias. La más visible (que no la principal) es la de esas personas en miniatura y la de sus circunstancias y sus traumas irremediables. “Son niños y desde arriba son un patrón de caos, como un hormiguero para un observador inexperto.” Juegan solos, reunidos en un campamento que se convierte en una prisión, en una pesadilla.
Jorge se hace pis en la cama con tal de no ir al baño. Tiene un miedo visceral a ser devorado por un pez que le persigue, de modo que evita el agua por todos los medios. La vida marcha entre la casa de sus padres (“ellos tres, en el adosado al borde de la carretera, saben lo que es la soledad”), los veranos en familia, las primeras experiencias con otras personas, la angustia de lo sobrenatural, el insoportable colegio… Todo ello coronado con la intensa sobreprotección de Emilia, su madre, y el profundo desdén de Luis, su padre, por ser un pequeño inútil que nunca podrá llegar a ser normal.
Su amiga Violeta, potencial Juana de Arco, se halla inmersa en una misión más grande que ella. Ha nacido dispuesta a acabar con la opresión. Dispuesta a dar la vida por sus compañeros, desde la más absoluta impopularidad. “Son gentuza, pero alguien tiene que protegerlos”. Junto con Jorge, hará lo posible por enfrentarse a “Gonzalo y su infinita maldad”. Gonzalo el abusón, el dictador invisible, la máxima autoridad del campamento.
La historia más trascendental es la que contempla la existencia de, al menos, un monstruo. Sí, hay varios de ellos, están en todas partes, pero unos son más evidentes que otros. Y no sabemos cuál es peor. Al fin y al cabo, “no hay una sola cosa en este mundo que no resulte aterradora cuando te acercas lo suficiente a ella”.
La acción, protagonizada por tan peculiares personajes y caracterizada con situaciones entre lo cotidiano y lo extraordinario, está narrada de forma directa, haciendo uso de descripciones muy visuales y una prosa sencilla pero muy poética (se nota aquí la formación audiovisual de la autora). La trama es quizás algo intrincada; esto se debe a que el presente y el pasado confluyen. Están conectados por la existencia de un multiverso, de una teoría sobre seres que pasan la vida tratando de encontrarse. Y esa búsqueda llega a ser fascinante.
La novela es, en definitiva, un debut redondo (y merecido) para Jimina Sabadú en el mundo editorial.
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