El mundo es ancho y ajeno
Desde que comenzaron a publicarse las filtraciones cada vez que hablo mal de alguien temo que el aludido me escuche. Y que, por si fuera poco, se enfade. Nunca conviene escuchar lo que de nosotros dicen los demás. Casi siempre decepciona y, además, puede arruinar amistades fieles y contactos rentables. Lo dicho se eleva al cubo en el mundillo literario, tan dado a rencores e infantiles conjuras. Todo escritor ha puesto en duda (o descalificado) los méritos literarios y humanos de sus colegas. De todos sus colegas, incluso de aquel que le acompañó en el pupitre del colegio y le presentó a su primer editor. Es una regla casi matemática. Los franceses prerrevolucionarios lo entendían a la perfección, incluso lo consideraban obvio. Así lo atestigua ese completo análisis de las consecuencias de la filtración titulado “Las amistades peligrosas”.
Pero no quiero desviarme. Por ahora los datos suministrados por ese nuevo Joker que es Mr. Assange son chismorreos o revelaciones de alto nivel, evaluables por expertos. El cotilleo predomina en las informaciones que aluden a España. Porque solo puede calificarse así a lo que un funcionario estadounidense afirma que le dijo un funcionario español sobre lo que ha prometido un fiscal o un ministro. A buen seguro hay verdad, y verdad grave, entre tantas toneladas de morralla pero no puede obviarse la necesidad del funcionario americano de quedar bien con sus superiores. De comportarse como un autentico espía aunque no supere la competencia de Anacleto Agente Secreto. La escasa perspicacia de los diplomáticos norteamericanos hace que añoremos a los espías de Graham Greene o John Le Carré, siempre irónicos y lúcidos, capaces de entender los dobles juegos y la fraternidad de la fidelidad y la traición.
Las filtraciones demuestran la validez e invalidez simultáneas de las teorías conspirativas. Por un lado los datos atestiguan que el mundo es más o menos como nos lo cuentan: Berlusconi es un putero, Putin un vigorexico y los estadounidenses mangonean todo lo que pueden. Los cables no mencionan cónclaves secretos o logias transnacionales. No parecen existir misas negras ni conspiraciones planetarias. Pero la propia existencia de Wikileaks, organización de impresionante presupuesto y desconocido patrocinio, prueba la vigencia de las tramas ocultas.
El desvelamiento ha recibido el aplauso unánime de la intelectualidad europea. Es previsible: cualquier ataque a Estados Unidos es saludado con ovaciones cerradas. Cuando era joven les odiaba y les responsabilizaba de todas las desgracias del mundo, incluso de los plantones que me daban las chicas. Luego conocí su literatura y supe que sin sus desastres y contradicciones nunca habría existido la mejor prosa del Siglo XX. Sin su salvaje sistema social, y sin la soledad épica de sus protagonistas, nadie habría escrito los dramas incestuosos de Faulkner o McCullers, las complejas tramas de Hammett o Chandler o las concisas desgracias de Carver o Hemingway. No habría existido el gótico sureño, ni el realismo sucio, ni la novela negra. Tampoco la contracultura californiana o las piruetas postmodernas. Sin las incoherencias de Estados Unidos y sin su defectuosa libertad tampoco existiría la tradición periodística que ilumina el éxito de Assange. Además, cualquier demócrata debe reconocer la dignidad de sus principios fundacionales: el anhelo de un país libre donde cualquiera pudiera olvidar su pasado, levantar su casa, rezar a quien quisiera y buscar la riqueza. También reconocerá que la duda y la diletancia expuestas en este artículo son lujos que quedan al alcance de unos pocos millones de europeos. Difícilmente provendrán, por ejemplo, de un guatemalteco medio, que sufra controles humillantes en las aduanas y haya visto cómo una compañía frutera estadounidense derrocó su democracia para vender mejor sus bananas. Como afirmaba Ciro Alegría en aquella espléndida novela, el mundo es ancho y ajeno.