Por Paula Lapido.

Resulta que estos días se está representando en Madrid y por segunda temporada, una versión de “La venganza de Don Mendo”, de Pedro Muñoz Seca, maquinada nada menos que por Tricicle. Ir a ver esta obra resultaría (y resulta, doy fe) un plan realmente tentador para cualquier día de la semana, si no fuera por un pequeño detalle de la publicidad que acompaña a la obra. Copio&pego:

“Una versión más actual, más dialogada, más ágil, en definitiva, diferente del clásico de Muñoz Seca, conseguido gracias a la genial perspectiva de Tricicle, que sin dejar de ser fieles al espíritu que le imprimió el autor, han seguido la máxima ‘en el mundo del humor, todo lo que no suma resta’”.

La clave está en ese pequeño pero gran adverbio, “más”, y en las palabras que lo acompañan. Sobre todo en la palabra “diferente”. Visualizamos a Fernando Fernán Gómez con mallas verdes y peluca rubia de paje, después leemos la palabra “diferente” y, por alguna razón misteriosa, ciertas sinapsis de nuestro cerebro hacen “clic” y de pronto ya no nos apetece nada ir a ver la obra. ¿Por qué? ¿No nos atrevemos a experimentar con lo nuevo, ni a, como gusta tanto decir por ahí, “reinventar a los clásicos”? Pues no. Lo cierto es que a veces no.

Hablar de experimentación en el teatro o en otras artes tal vez no da una idea exacta de lo que pasa dentro de nuestro cerebro cuando estas sinapsis entran en escena (nunca mejor dicho). Las reacciones internas que nos llevan a sacudir la cabeza con energía y negarnos a comprar las entradas son de mucha mayor profundidad que un simple ataque de esnobismo –como si viene alguien a mentarme la combinación Bach+batería+guitarra eléctrica, ¡los pelos como escarpias! Parece que la naturaleza nos hubiera diseñado con el objetivo de ser conservadores, no arriesgar demasiado y así mantenernos vivos en la jungla (la verde, de la que cada vez queda menos, o la más frecuente, de asfalto). Aunque a nadie, que yo sepa, le ha dado un infarto por ver esta “diferente” versión de Don Mendo.

Sin embargo, si todos nuestros antepasados sapiens y menos sapiens hubieran sido 100% conservadores, está claro que nosotros no estaríamos aquí. Y eso es porque el cambio es algo intrínseco a la vida. Nadie podría decir que no le suena.

El cambio está en todos los momentos de nuestra existencia, desde que nacemos (qué brutal, salir del útero materno al mundo con todos sus ruidos), mientras nos hacemos adultos y en cada paso que damos. No es algo que nos resulte ajeno y, sin embargo, cuántas veces no habremos sentido el vértigo, el miedo a despeñarnos ante un giro tal vez no del todo inesperado. Los psicólogos dicen que los cambios pueden provocar ansiedad, nervios, miedos, y hacernos reaccionar justo en sentido opuesto: apalancarnos en nuestras circunstancias u opiniones, resistirnos con uñas y dientes a hacer la mínima modificación en lo que nos afecta. Incluso encerrarnos en nuestro pequeño cubículo vital y negarnos a ver más allá de nuestras narices.

Hay toda una rama de estudio dedicada a la resistencia al cambio en las organizaciones (¡millones de enlaces en Google!). Cómo el individuo se puede sentir “congelado” en su puesto pero, aún así, cuando se le plantea la oportunidad o la obligación de cambiar, puede quedar aún más paralizado y empeñarse en negar los beneficios del cambio. Por eso el cambio debe comunicarse de la forma más clara y explícita posible, que el individuo lo entienda, que no pueda dar lugar a malentendidos o dobles sentidos. Esa es la fórmula para que los componentes de la organización puedan hacer suya la visión del cambio. Todo muy técnico, muy empresarial. Muy corporativo, muy de llevarse el queso y olisquearlo de vez en cuando para estar seguros de si nos sigue valiendo o si hay que… cambiarlo.

Pero, ¿qué pasa en nuestro pequeño mundo del día a día? Lo mismo, pero a pequeña escala, porque estamos inmersos en el cambio casi continuo. Como diría el I Ching, el cambio es la única realidad existente. Terminar el instituto y matricularse en la facultad, empezar a trabajar, cambiar de trabajo, mudarse de casa, ciudad o país (resistencia en alza cuanto más lejos), casarse, divorciarse, tener un hijo, perder a un familiar, comprarse un perro. Es la vida misma. Todos reconocemos los síntomas: dormimos mal, comemos demasiado o demasiado poco, estamos de uñas, engordamos, adelgazamos, nos duele la espalda o el estómago o la cabeza. Está sucediendo en nuestro organismo y tal vez no somos conscientes de ello más que a nivel somático. O tal vez sabemos que no, no queremos cambiar de ninguna manera y nos resistimos apretando los dientes o como mejor se nos ocurra.

Quizá nos vemos como un todo demasiado inamovible, demasiado sólido cuando, en realidad, deberíamos fluir. Dejar que los acontecimientos nos moldeen como el agua moldea el curso del río, y ser flexibles como la corriente (be water, my friend). Evitar decirnos “no” internamente, volvernos conscientes de que lo hacemos y de por qué lo hacemos. Y, sobre todo, no tener miedo. Puede que, cuando afrontamos un cambio, no tengamos esa percepción de “temor” ante los acontecimientos pero, ¿qué es la ansiedad sino anticipación negativa de lo que nos va a suceder? Y lo que cuesta disociar esa sensación de opresión en el pecho de lo que nos estaba pasando por la cabeza diez minutos o dos días antes. Pero la causa está ahí, husmeando su rastro de reacciones la vamos a encontrar, no puede huir muy lejos. Y cuando la tengamos en nuestras garras, de pronto puede que nos parezca un insecto insignificante y feo, nada venenoso, y así pierda toda su importancia. Y, como en la letanía Bene Gesserit (una licencia friki-poética que me concedo, por una vez y sin que sirva de precedente… o sí), permita de esta forma que el miedo pase sobre mí y a través de mí. Y, cuando haya pasado, girar mi ojo interior para ver su camino y descubrir que, allá por donde ha pasado el miedo, ya no hay nada. Solo estoy yo.

A pesar de toda esta resistencia a lo nuevo que padecemos implícita o explícitamente a todas horas, el teatro estaba lleno hasta la bandera, lo cual quiere decir que no todos somos tan impermeables al cambio, o no en todas las ocasiones, y que esa reactancia que nos hace resistirnos a probar cosas nuevas no siempre se nos anda subiendo a la chepa, menos mal. Pero quizá Don Mendo y su vino de Cariñena sean un ejemplo demasiado sencillo porque, al fin y al cabo, siguen siendo muy pero que muy graciosos ahora que son diferentes, más actuales, ágiles y dialogados.