4’33”

Por Ignacio González Barbero.

Atardece. Aquí y ahora. Estoy acompañado por el martilleo de mis pasos, el gélido arrullo del viento, un lejano rumor de pájaros y el tráfico insolente de la ciudad. Todo surge espontáneamente, sin intención; son sólo ruidos que conforman la experiencia de mi presente. Se entremezclan y me sitúan en el mundo.

Pienso en 4’33”, aquella obra del autor musical John Cage cuya partitura carece de notas. Esta creación constituye un vacío puramente potencial que, al ser interpretado, desvela los sonidos de nuestro entorno en esos instantes: un estornudo, una tos ,el volar de una mosca, etc. La audición, por tanto, de la composición de Cage, es un reto para todo oyente que busque una melodía que lo conmueva o una pieza que lo divierta, ya que sólo sobrevienen sonoridades corrientes, que no hablan, que no solicitan nuestra comprensión.

Así, el mundo de formas, conceptos y palabras choca ante la pura sensación del bullicio que nos rodea. Salimos de nuestra mente  y sus categorías para encontrarnos con la realidad en su más directa aparición. No hay propósitos detrás de ella y, por tanto, el yo se deshace entre la red de estímulos que percibe. Advertimos, ahora, que una cosa son las ideas y otra lo que acontece naturalmente en la existencia, que no se deja reducir a términos.

Tenemos que ser muy cuidadosos con la pérdida de aquello que no está en nuestro pensamiento. El problema radica en que centramos el quehacer vital en la dimensión egótica de la vida, la cual está cargada de metas, objetivos y planes que, consideramos, nos harán más reales. Nos cuesta quedarnos a solas con nosotros mismos sin entretener nuestro yo. Meditamos sobre lo que tenemos que hacer mañana, encendemos el televisor o hacemos una llamada de teléfono. No sabemos, parece, cómo estar en la vida sin algo que nos distraiga. Convertimos, así, el entorno, incluyendo a los seres humanos, en objetos, en medios para la realización de nuestros planes individuales.

Con ello, hacemos una gran violencia al mundo y olvidamos lo que, íntimamente, nos compone: el instante. Hemos sustituido, casi definitivamente, la generosa espontaneidad del presente por el ansioso futuro. Nunca estamos donde estamos, y, por tanto, no vivimos en el ahora. En consecuencia, resulta inútil para nuestra vida escuchar 4’33”.

Ya es de noche. En calma, me siento en el sofá de casa. La serie de reflexiones que rondaban mi cabeza  se han desvanecido, como la luz del día. Sólo fue un bullicio en mi cabeza que aquí se plasmó. Quedan el murmullo del ordenador, el aullido de algún perro allí fuera y el correr frénetico de varios niños.

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