Entrevista a Ángel Zapata
Por Trifón Abad
Esta es la primera de una serie de entrevistas a escritores que cultivan el cuento, y entiéndase este verbo también como siembra, como riego y cosecha. En ellas pasearemos por los márgenes del género, contemplaremos el paisaje de las influencias indispensables y bajaremos a las cuevas de las que quedan latentes; procuraremos colarnos en el espacio dónde los autores trabajan esos pedazos de vida -llamando antes a su puerta debidamente- y trataremos de disfrutar descubriendo las interminables normas de este juego, en el como decía Cortázar, “te juegas la vida. Se puede hacer cualquier cosa, todo, por ese juego”.
Hace más de cuatro años desde que Páginas de Espuma publicó La vida ausente, el segundo libro de Ángel Zapata, obra de que le consolidó como uno de los abanderados del resurgir -en la acepción “recobrar nuevas fuerzas físicas o morales”- del cuento. Nadie que haya seguido sus pasos puede poner en duda su papel como referencia fundamental en el género hoy, de modo que quién mejor que él para comenzar esta serie de entrevistas.
Trifón: ¿Hubo un ‘click’ –un autor, una obra, un periodo– que te hizo comenzar a escribir? ¿Cuándo te diste cuenta de que tu vida iba a dedicarse a ello?
Ángel: No comparto mucho la superstición del Origen (soy derridiano en esto), y no sabría privilegiar un momento del tiempo a partir del cual, y de una vez para siempre, tuve conciencia de mi vocación. Pienso que las cosas no suceden así en la vida, sino más bien por una sedimentación apenas perceptible de experiencias, encuentros, seres, sucesos, lecturas, azares… Los héroes tienen un Destino con mayúsculas. Pero las personas corrientes somos más bien bricoleurs de nosotros mismos, y vamos improvisando una biografía de forma aleatoria, con los materiales que nos salen al paso. Además del azar está el deseo, desde luego, que es lo que más nos fija y nos define, pero como es al mismo tiempo lo que más nos perturba y nos desgarra me resulta difícil explicarme a mí mismo en términos de “dedicar la vida a algo”. Sé lo que hago profesionalmente, claro está, lo que hago para el Otro y para los otros. Y también siento que dedico gran parte de la vida a algo que se mueve alrededor de la escritura, sí, pero —con el corazón en la mano— no sé muy bien a qué.
T: La salud del género relato es débil, aunque en este momento parece que la terapia de choque que algunos sellos le están aplicando parece funcionar… ¿Es un género recuperado y que puede caminar por sí mismo o requiere de andadores?
Á: Hace algo más de una década, hubo una especie de batalla por el cuento en la literatura española. Y en esta batalla hubo también algunos autores, editores y críticos que nos implicamos a fondo. Pero todo esto (que ya empieza a sonar como una leyenda de la Tierra Media) es a fecha de hoy agua pasada, y el cuento nos aparece en los últimos años como un género perfectamente normalizado, para bien y para mal. En aquel tiempo, el relato me fascinaba por lo que tenía de práctica anómala y en los márgenes. A día de hoy, en cambio, mi impresión es que la respetabilidad le sienta muy mal al cuento, y tiende peligrosamente a adocenarlo. No sé. Ahora mismo me interesan sobre todo los actos vivos de escritura, toda escritura que vehicule una potencia de rechazo y de iluminación, se dé en el género que se dé, e incluso si se da por fuera de cualquier género.
T: ¿Cuál es el análisis que haces del mundo literario actual en este país?
Á: Si te soy sincero, no hago ningún análisis en particular, porque mi interés por el mundo literario actual en este país es muy escaso.
T: ¿Crees que, como Gabriel Celaya consideraba a la poesía, el cuento puede emplearse como un arma para el futuro? ¿Puede el autor o el sello editorial rebelarse con sus argumentos sin caer en la marginación?
Á: Bueno… toda rebeldía tiene un precio, esto es obvio. Pero lo que a menudo nos resistimos a entender es que no rebelarse también lo tiene, y algunas veces hasta mucho mayor. También por eso el temor a “caer en la marginación” si uno saca los pies del tiesto no creo que deba paralizarnos. Ese temor, de hecho, es en sí mismo una forma de dar por supuesto que no estamos ya “caídos” y “marginados”, algo que quizá sea verdad si pensamos en la gente que vive en La Moraleja, pero que aplicado a los escritores no-mediáticos, a los pequeños editores, y a cualquier otro ciudadano de a pie de este país, me parece una convicción demasiado optimista.
T: Recientemente se publicó en Páginas de Espuma, Pequeñas Resistencias Un libro que acoge a varios cuentistas jóvenes, ¿qué esperas de -o te aporta ya- esta floreciente generación?
Á: No siento que la veteranía le coloque a uno en posición de esperar nada de sus compañeros más jóvenes, esa sería una posición casi paternalista y no me siento a gusto en ese tipo de códigos. Es verdad, por el contrario, que no es exagerado referirse a una eclosión y un florecimiento inéditos del cuento entre las más recientes hornadas de escritores, y que leo con auténtico interés a los autores cuyo trabajo está presidido por una voluntad de ruptura y de búsqueda expresiva como puedan serlo el de Matías Candeira, Juan Carlos Márquez, Inés Mendoza, Víctor García Antón, Cristina Cerrada o Fernando Cañero, por referirme sólo a algunos nombres en la generación inmediatamente posterior a la mía. En todos ellos busco lecciones de inspiración y de audacia. Y puedo decir que en ninguno de ellos he dejado de encontrarlas hasta ahora. De “Pequeñas resistencias 5” (y aparte del acierto como antólogo de Andrés Neuman), yo destacaría las últimas páginas del prólogo de Eloy Tizón, que son casi un canto a la escritura por venir.
T: Los 22 dogmas en torno al cuento breve, redactados por el colectivo La Llave De Los Campos han cumplido cinco años de edad, y están generando un interesante debate en la red. ¿Es este el fin con el que nacieron: generar reacciones y reflexiones?
Á: Sí, desde luego. Y el debate al que te refieres, auspiciado por el conocimiento y la cortesía de Fernando Valls, tuvo además un colofón de oro: el espléndido artículo de Javier Sáez de Ibarra, que es otro de esos nombres que brillan con luz propia en el cuento español actual.
T: Recientemente escuché una interesante idea acerca de una “generación perdida” en España, la que coincidió con la llamada “generación Kronen” (ahora tendrían en torno a 35 años); mientras en la América hispanohablante sí existen talentos muy provechosos de esa edad que van cruzando el charco a cuentagotas…
Á: No localizo muy bien la generación de la que hablas, pero sin duda tú estás más al tanto de ese tipo de fenómenos. Yo diría que dentro del cuento la gente que tiene entre 35/40 años es hoy mayoritaria, y goza de una visibilidad aceptable, sobre todo si consideramos el tremendo factor de ruido y distorsión que introducen los mediáticos, los nocilleros, los empolvados de toda la vida, los superventas con pretensiones de alta cultura, y en general toda la fauna abigarrada y criptoplateresca que siempre ha pululado por el entorno de la literatura. De todas formas, la crítica universitaria —que en este país es muy concienzuda— no es dada a confundir el valor y el éxito, y antes o después suele rescatar a esas generaciones desatendidas.
T: A menudo has citado tus autores predilectos (algunos como Beckett, Fraile, Umbral, Cortázar, Monzó, Péret, Carver…), ¿crees que el autor debe mostrar con claridad sus influencias o dejarlas entrever, como una silueta detrás de un biombo?
Á: No sabría decirte. Mira que soy angustiadizo, y sin embargo desconozco esa “angustia de las influencias” de la que habló tan brillantemente Harold Bloom. Yo disfruto pareciéndome a los autores que admiro (y hasta a las personas que amo) quizá porque no me preocupa (o no me preocupa ya, después de tanto) confundirme con el otro, ser confundido con él. Al fin y al cabo, estoy casi seguro de que mis defectos me hacen inconfundible, y en tal caso ¿por qué no gozar de “los placeres del parecido”? Y aparte de esto, es que tampoco hay un gran Otro que no se parezca a nadie, luego “parecerse a” es inevitable para cualquiera que se ponga a escribir, y tratar de disimularlo es sólo un despilfarro de tiempo y de calorías.
T: A menudo los talleres literarios son demonizados, acusados de ser una moda que expulsa pseudoescritores de idéntico corte. La pregunta tópica sería si se puede aprender a escribir, pero yendo más allá: ¿quién o qué tiene la culpa de que ser escritor se haya convertido en el sueño de tantas personas?
Á: En toda disciplina artística hay una parte de artesanía y otra parte que se relaciona con la sensibilidad. La artesanía puede enseñarse y aprenderse, y antes de que apareciesen los talleres, de hecho, la parte artesanal de la escritura artística se aprendía por imitación. La sensibilidad es una disposición inherente a la persona, a cualquier persona, pero que a su vez también necesita ser cultivada. Para las dos cosas son útiles los talleres, sin que deba pensarse que son una panacea, puesto que no hay panaceas de nada. Por lo demás, imagino que ser escritor se ha convertido en el sueño de mucha gente como efecto de esa avalancha de películas donde los escritores y las escritoras son guapos, de clase alta, dinámicos, resolutivos, verdaderos atletas del sexo, y llevan —además— una vida trufada de distinción, de aventura y de emociones fuertes. Esto, desde luego, no conseguimos enseñarlo en los talleres de literatura, y algunos ni siquiera lo intentamos.
T: Hablemos un poco sobre el proceso de creación, ¿tiene más de aventura o de obsesión, de entretenimiento o de sacrificio?
Á: Para mí la escritura es ante todo una aventura interior, y esto no en un sentido ombliguista y solipsista al modo de Juan Ramón (al que por otra parte admiro mucho), sino entendida, más bien, como una escucha de eso que en el sujeto que soy no pasa por el lenguaje: como una apertura a esa intensidad viva que atraviesa y violenta cualquier lenguaje dado, en dirección a unas posibilidades de sensibilidad, de experiencia y de acción aún no reconocidas, aún no exploradas. Esto es muy divertido algunos días, otros días se vuelve apasionante, y alguna vez que otra se diluye también en el fastidio de la búsqueda infructuosa, el aburrimiento, etc.
T: Decía Carlos Fuentes en una entrevista, -parafraseando a Shakesperae en Hamlet-, “mi ficción es un sueño apasionado, nacido de un llanto que grita Soy incompleto, quiero ser completo. Quiero añadir algo”. ¿Compartes esta reflexión?
Á: No, en absoluto. El deseo de lo completo no es un deseo, sino una compulsión histérica. Y como esta sociedad es inaguantablemente histérica, ese tipo de discursos nos dan en el “bebe” —como el indio del chiste—, y causan furor. Los dioses pueden estar completos. Los seres humanos no. Las personas, eso sí, tenemos la posibilidad de estar “integradas” (nunca “completas”), e “integradas” significa que nos esforzamos por dar lugar, y por acoger en nuestra vida, a lo que somos y a lo que no somos, a lo que tenemos y a lo que siempre nos faltará, a nuestra fuerza y a nuestra debilidad, al sentido y al sinsentido de las cosas. Esto que digo sobre la falta no es como para tirar cohetes, lo sé. Pero si alguien se queda preocupado siempre puede ir de urgencia al Corte Inglés, donde se encuentra TODO.
T: ¿Necesitas una luz determinada, música de fondo, te encierras con pestillo… o podrías escribir a conciencia volviendo a casa en autobús?
Á: La habitación en donde escribo es una especie de reducto friki, con las paredes abarrotadas de tebeos de Novaro de los años 60 (Supermán sobre todo), los comics de la Marvel en la edición de Vértice, Conan con portadas de Frazetta, Tarzán en la edición Gustavo Gili (con portadas de la RKO), ediciones francesas de Fantomas, retratos del señor Spock… aparte, claro, de los libros denominados “serios”. No es que necesite todo esto para escribir. Pero la habitación misma forma una especie de máquina deseante deleuziana (una máquina de ensoñar en este caso), que facilita enormemente las cosas.
T: ¿Qué libro/s tienes ahora mismo en tu mesilla? (metafóricamente, claro, porque si no tienes mesilla de noche, no hay pregunta)
Á: Suelo leer varios libros a la vez, alternando unos y otros. En este momento, me pillas releyendo el “Trópico de Capricornio”, de Miller (¡qué inmenso libro!), y enfrascado en “Dos estudios sobre psicología analítica”, de C. G. Jung, que es otra de mis devociones.
T: Para Ionesco lo importante en literatura no residía en entretener a la gente, “sino presentarles un mundo distinto, hacerles encontrarse con el milagro de ser”. ¿Tratas de compartir esa reflexión de fondo cuando escribes tus cuentos?
Á: Sí, me siento afín a ese planteamiento de Ionesco. Pero aun así, no me quedaría con ese “milagro” al que él se refiere como con algo dado de una vez, pues esto nos llevaría al pensamiento esencialista y estático de la derecha. Yo hablaría de la literatura (de la poesía, más bien) como de un encuentro con lo que Ernst Bloch llamaba el “todavía-no del ser”, en sus diversas instancias: lo todavía-no-consciente del ser humano, lo todavía-no-acontecido de la Historia, lo todavía-no-manifestado del mundo. Lo malo de esa pasión por lo “completo” a la que se refería Carlos Fuentes en tu cita de antes es justamente eso: que lo completo cierra el futuro. Y también por eso, a diferencia de Carlos Fuentes, yo no querría “añadir algo” como escritor, es decir: acumular más de lo mismo, sino sustraer algo a lo que hay, hacer mella, hacer hueco para que pueda haber lo otro: lo que todavía no ha habido nunca y está aún y siempre por llegar.
T: ¿Para cuándo tu esperado próximo libro de relatos?
Á: Bueno… esperemos que llegue un poco antes que la utopía de Bloch. Pero me temo que las dos cosas van a necesitar su tiempo.